Eludo el ojo avizor del cajero y en las dos cuadras libres que siguen recapitulo la estrategia. Entro a la estación con la espalda pegada a la pared y la cabeza gacha. Rodeo fuera del ámbito de las tres primeras miras y detecto que sólo mis pies son salpicados por el rocío mirón. Después de insertar el boleto, al pasar el tope rotatorio, me bajo la caperuza hasta la nariz pues sé que hay unos metros de fuego intenso, cruzado, que me crispa los nervios. Corro disimuladamente, acelero hasta llegar a la plataforma donde me escondo entre la multitud que espera. Elijo la altura del penúltimo vagón, pues hay un punto ciego en el que respiro tranquilo. Al abordar doblo un poco las rodillas de modo que mi cabeza no destaque (para entonces por disimular no traigo la capucha). Ya en el vagón me arrodillo en la parte de atrás. Y finjo dormitar aunque es el momento que más padezco. A veces es cuando empiezo a rezar. La manos me sudan. Luces y sombras pasan por mi rostro y sin abrir los ojos percibo claramente cómo se mezclan en ellas las miradas de los demonios vigías. Al abrirse la puerta en mi estación salgo disparado a paso rápido sorteando bultos y personas pues ya para entonces siento que el cuerpo me palpita, que la sangre me rebota contra el techo del cráneo, que casi no alcanzo a respirar. Sé que es el momento en el que más me expongo pues debería eludir con más cautela los ojos matones regados por todos los pasillos. Por más que ya conozca los sitios y los ángulos en los que apuntan, cada tanto los cambian y más de una vez me han sorprendido venadeándome de lleno y paralizándome de terror. Salgo de la estación a rastras sin casi fuerza, sin habla, sin sentido, odiando intensamente esas máquinas brutales que desde todas partes me hurtan la sangre, el alma, el corazón.
jueves, 11 de octubre de 2007
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