martes, 10 de mayo de 2011

Hoy marcho detrás de él, con él; mis motivos

Con toda razón al día siguiente de la marcha @ixcolai nos pedía en tuiter a quienes habíamos participado que nos sentáramos a escribir nuestras razones, motivos, emociones para hacerlo. ¿Qué impulsos nos movían a tantos y tantos miles que respondimos al llamado de Javier Sicilia? Quizá el fin sea el mismo: cambiar drásticamente el rumbo del país. Pero no quedaba claro que las redes de intenciones y motivos fuesen iguales. Eso ocurre en todo movimiento político. Es sin embrago un ejercicio muy importante sortear las coincidencias y divergencias para tener lucidez. Con este escrito, que se me alargó un poco, respondo honestamente a ese pedido.

Yo crecí en un país muy difícil de acomodar en el entendimiento. Y muy difícil de amar. Infante, mis padres, mis parientes, mis maestros, mis héroes de ficción, deportivos y religiosos (que los tuve) me trasmitían valores simples y reconfortantes. Rectitud, honestidad, constancia, solidaridad universal, esfuerzo, alegría estaban entre las virtudes que debían con ahínco procurarse y que ofrecían varias recompensas. Entre ellas la nada desdeñable tranquilidad de conciencia. Al mismo tiempo en la práctica abundaban las rupturas y hasta desgarraduras dramáticas en ese tejido de valores. Parientes o conocidos pillos que eran tolerados, y aún celebrados por su audacia y su destreza para salirse con la suya. Amigos díscolos capaces de las mayores mendacidades (por ejemplo con las mujeres) que eran alabados y envidiados. Había suspensiones incesantes de la dinámica del “crimen y castigo” que nos enseñaban en teoría (y que regía a veces férreamente en varios espacios, como en mi hogar y en la escuela). El padre que daba mordida al cuico porque así estaba diseñado el sistema. El tío que evadía impuestos por abusado y porque de todos modos se los robaba alguien. El compadre que maltrataba a sus domésticos porque eran unas bestias que de otro modo no entendían. El vecino que amañaba los concursos de obra a cambio de una mochada. Aún recuerdo la primera vez que voté recién cumplidos los 18. El profundo desconcierto que me causó ser casi obligado a tachar el cuadro del PRI (con una severa sonrisa paternal y a la vista del delegado sindical de PEMEX) por mi padrino, a quien siempre consideré (y aún lo hago) como la persona más recta y juiciosa del mundo. “Así son las cosas y un día entenderás” me decía con su contundente expresión. Es decir un día entendería por qué había que someterse (¿tácticamente?) a esos bandidos y rufianes vende-plazas de los que los buenos sindicalistas excluidos de los repartos, como mi padrino mismo, siempre se quejaban. Sentí entonces el poder real. La realidad política y la fuerza de los hechos. Al parecer, votar libremente y en secreto no servía de nada, en cambio tachar públicamente el cuadro del PRI me protegía, y lo que es más importante protegía a muchos otros vinculados a mí que podían recibir represalias. El mundo no se dividía maniqueamente en virtuosos y solidarios frente a truhanes y corruptos, sino estaba veteado por familias, y clanes y pactos de sangre y por arreglos especiales entre ellos, se fragmentaba en grupos de complicidades y pactos cerrados. La figura del hombre fuerte, del cacique al frente de cada uno de esas sectas, era el nodo único del poder. Lo demás era simulacro. Ese era nuestro país, y había que amarlo tal cual, pues era producto de una historia tan compleja y dolorosa en la que había que valorar la estabilidad por sobre todas las cosas. Los caciques se entendían entre ellos y equilibraban el mundo. Y si se era sabio había siempre que estar bajo la protección de alguno, grande o pequeño.

El fuero interno juicioso y la conciencia que busca estar limpia eran artefactos poco adecuados a ese abigarrado espacio de fuertes y débiles. A diferencia de la escuela o la casa, donde las arbitrariedades y abusos en las relaciones con otros podían ser contrarrestados por actos de justicia relativamente neutra, en el espacio público la ley del más fuerte dominaba. Esa fue la penosa lección que a muchos nos obligó desde pequeños a odiar, casi tanto como amábamos, a nuestro país. Son tantas las historias dolorosas que acumula cualquier biografía de un mexicano de mi edad y condición. Aún si algunos pocos de nosotros estuvimos llenos de privilegios y oportunidades, todos hemos sido humillados, desde decenas hasta miles de veces, por pequeños y grandes poderes fácticos, juniors sin escrúpulos, matones prepotentes con protección legal, politicastros corruptos, ministerios públicos cerdos, árbitros vendidos, gerentes ladrones, funcionarios autócratas… todos intocables por la ley, y sólo combatibles por una fuerza equivalente, e igualmente corrupta; es decir con la complicidad de un cacique, de un tlatoani, de un mandamás. Nunca con un juez, nunca con un ejercicio de derecho y de justicia. El sistema de justicia de hecho lo hemos entendido siempre como un arma letal en manos de los más duros caciques.

Sé muy bien que con todo lo anterior no digo nada nuevo. Pero ahí anidan las ideas que me embargan cuando marcho junto mis conciudadanos convocado por el “ya basta” de Javier Sicilia. Pues es ahí donde apuntan y no a otro lado las indignaciones que el poeta concita.

Tampoco es un misterio que el retorcido edificio del PRI que nos sojuzgo siete décadas estuvo construido con esas ignominiosas vigas, y que en ellas habitó desde el inicio el comején insidioso de su autodestrucción. El sistema se pudrió pero no se desmoronó. Se pulverizó la cúspide pero los cimientos quedaron. Muchos pensamos, con una ingenuidad rayana en la tontería, que sacar al PRI nos arrojaría a un nuevo espacio político más digno y justo. Nos faltó lucidez y humildad para reconocer que todos crecimos torcidos en el reino de los contorsionistas. Y que aquellos (los caciques, sus clanes y sus estilos de gobernar) no se habían ido. El cambio había sido un espejismo. Despertamos al día siguiente de la elección de Fox dentro del mismo espacio abigarrado y pesadillesco en el que crecimos, y al que nos habíamos ahormado. Ni el espacio se había enderezado, ni nuestras formas eran (por magia) rectas.

Los corruptos políticos y caciques y señores feudales (que siguieron controlándolo todo) no estuvieron nunca interesados en cambiar de reglas, ni nosotros supimos exigírselos. Ellos se han dedicado a hacer leña del árbol caído soñando con reconstruir el palacio del horror para seguir donde iban, en lo que estaban. Once años después nos hemos hundido en una espiral acelerada de descomposición y violencia que nunca creímos posible. Que nos pasma y deprime. Cuya fuerza destructiva no acabamos de comprender. Como un avión en barrena no sabemos bien cómo llegamos a esto y qué tan cerca estamos de chocar cataclísmicamente con el suelo.

De ahí la gran frustración y desconfianza frente a lo que el Estado emprende. Rodeado de truhanes y cínicos, un político mexicano con las mejores intenciones, hoy como siempre, sucumbe muy pronto a la realpolitik de los poderes fácticos. Un juez que quiere ser justo e independiente se frustra o se muere. Un policía que creyó en serlo con honestidad se tuerce o lo tuercen. La severa sonrisa “realista” de mi padrino seguramente se les aparecerá de diferentes maneras a los que se enfrentan a decisiones concretas: actuar con conciencia o actuar “políticamente” para protegerse y proteger a los suyos. La pistola cargada junto a al fajo de billetes malhabidos como la metáfora única de la elección racional de un hombre público mexicano.

El alcalde de mi ciudad fue conmigo a la escuela. Tuvimos los mismos maestros y fuimos receptivos a, y provocados a la acción por, los mismos valores y las mismas injusticias. Comenzamos juntos, con otros pocos amigos, muy jóvenes a soñar con enderezar a través de la acción política las torceduras de nuestro país. El perseveró en la política y yo muy pronto me hice a un lado. Me arrincone en un espacio menos hostil y exigente para el corazón y las agallas. Él es hoy uno de los hombres que suenan más para dirigir este país en el futuro próximo. Algo en mí se alegra por ello y sin embargo yo me pregunto muchas veces si el arduo y conflictivo recorrido que seguramente ha tenido por el deshuesadero del poder le habrá roto el espíritu y lo habrá convertido “en todo aquello contra lo que luchábamos hace treinta años”. Quisiera creer que no pero no estoy seguro. En cambio estoy seguro que Javier Sicilia, a quien tuve también como amigo durante unos pocos años de nuestra juventud, ha sidosiempre un hombre de una fuerza y honestidad espiritual (y lo digo en el sentido laico, que es el que uso desde hace mucho) a toda prueba.

Hoy marcho detrás de él, con él. Primero que nada conmovido, como todos los que lo hemos querido como amigo, poeta y voz crítica; conmovido de raíz por la maldición indesignable que visitó su casa. Segundo avergonzado, muy avergonzado, por el fracaso de mi generación, del que participo a tope, por no haber sido capaces de proteger, de inmunizar contra el daño del mal, contra la muerte violenta, a la generación de nuestros hijos. Esta es la mayor tarea y responsabilidad que a un grupo humano le cabe tener, y sin darnos bien cuenta cómo, fracasamos en ella brutalmente. Nos distrajimos, no esperábamos ya más a los bárbaros y estos estaban aquí, entre nosotros. Cuando se quitaron la máscara y comenzaron a matarnos era ya muy tarde. Y no somos inocentes, ni debemos ser ingenuos. Los dejamos nacer y crecer. Fuimos parte de ello. Somos parte del mismo entorno abigarrado, retorcido.

Hoy marcho detrás de Sicilia, con Sicilia, y con muchos miles de otros a los que la pesadilla que vivimos ha tocado de cerca, o de no tan cerca; a los que la acumulación de dolor y de mentira, de simulación y de cinismo, ya hartó. Marcho con todos reconociendo con Sicilia que la responsabilidad para enderezar el rumbo ante la catástrofe inminente está también en todos. No de la misma manera. No con los mismos modos. Pero en todos está.

Está sobre todo en los que hemos puesto, queriendo o no, en posiciones de acción política legítima. Funcionarios electos. Representantes. Cargos públicos: ellos tienen la responsabilidad de cambiar la orientación de sus actos, de dejar de camuflajearse detrás de la indiferencia y monotonía del servilismo autómata ante los caciques de turno, y ante los poderes fácticos. Ellos tienen la responsabilidad de mostrar sus verdaderos colores, sus fibras de dignidad y la fuente real de su compromiso. Lo mismo hay que decir de magistrados y jueces. Y de las policías. Del ejército no hablo porque opino que no cabe en el espacio civil. Ellos tienen la obligación de mostrarse claramente en sus actos y decisiones para que podamos saber si queremos que sigan o que se larguen, en bloque, o uno a uno.

Será sin duda una de nuestras responsabilidades como colectivo la de exigir de nuestros torcidos políticos que cambien sus modos o que se vayan. Pero también tenemos como ciudadanos otra aún mayor responsabilidad. Tenemos la obligación de estar a la altura de lo que pedimos al marchar con Sicilia. Debemos reconocer que crecimos torcidos en un espacio distorsionado por la arbitrariedad y el poder ilegítimos de caciques y clanes, y que, de una u otra manera, nos amoldamos a él. Aprendimos a vivir y sobrevivir, eludiendo como sea el daño y sacando a veces ventaja, en esos lodazales. Tenemos en consecuencia la obligación de cambiar sobre la marcha, de repararnos como se repara una nave en camino. Solo si cambiamos nosotros se enderezará el espacio político que ocupamos; si ha sido deforme en parte ha sido por nosotros; nosotros somos parte de su forma, y sólo siendo rectos se rectificará. Si pedimos justicia hemos de reconocer de frente las injusticias que nos favorecen (cotos de poder, privilegios y fueros, grandes o mínimos), injusticias a menudo invisibilizadas por el hábito. Debemos reconocerlas y eliminarlas. Si pedimos paz debemos dejar de ejercer las múltiples formas de violencia de las que participamos (machista, clasista, racista, etcétera). Si pedimos dignidad debemos otorgarla a todos en nuestro trato común y cotidiano.

Sabemos que las terribles secuelas de nuestra historia colonial están a la base de nuestro sistema social desigual y anti-solidario, corrupto, clasista y racista. La lista de males tan conocidos que enumeré al principio se explican por ello, pero no se justificarán nunca. Si no nos cambiamos nosotros no eliminaremos nuestras inercias. Sacaremos quizá a unos malos gobiernos del poder pero los que sigan serán igualitos. Quisiera pensar que si mi compañero de banca, nuestro alcalde, llegara al poder rodeado por otra clase de exigencias políticas, más limpias y dignas, de las que le imponen su partido político y los señores caciques que lo controlan, podría llegar a convertirse en un buen gobernante, que elija instanciar en sus actos los valores justos que aprendimos juntos, aquellos que Javier Sicilia tiene para nuestra fortuna grabados en el cuerpo y en el alma, y de los que ha sido capaz, aún en su tragedia, de recordarnos tan vigorosamente a tantos. De un modo tan claro y elocuente que quizá nos ha dado a todos una última oportunidad de evitar el hundimiento y la ignominia total. No podemos desaprovecharla.