miércoles, 21 de noviembre de 2012

EL AGUA QUE CORRE POR ENTRE LA TIERRA



=Fragmentos de la Introducción del libro=

359 Delicados (con filtro). 
Antología de la Poesía actual en México




 Pedro Serrano y Carlos López Beltrán,
(selección e introducción)

Editorial LOM. Chile, 2012.


Este libro se presentará el 29 de noviembre en la casa del Poeta López Velarde

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 “Life is surprising like that, so in poetry most people do not wish to be surprised especially once they have announced their team and bought their team uniforms”                                                                           (Maureen McLane, My Poets)
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El Sudd también existe
Entre los prodigios que la geofísica del planeta nos regala, hay uno que calca espléndidamente las trayectorias y trazos de la poesía contemporánea en México, y en especial la particular naturaleza del segmento que decidimos trabajar. Su eficacia para hacer la labor metafórica que requeríamos no sólo nos entusiasmó sino que nos convenció: hablamos del prolongado cauce del río Nilo y, en éste, de un segmento particular que se llama El Sudd. Jorge Luis Borges, en una sabia y astuta descripción, imagina al Nilo como una larga continuidad serpentina, en oposición a la rosa, modular, casi cubista. Pero el ejemplo de “El Golem”, magnífico para explicar el hilo continuo que es todo río, se complica si acercamos la lupa a la realidad de ese río en particular, pues su comportamiento no es todo lo lineal que se pretende, y no todo el Nilo está en la palabra nilo. Como si a la mitad de ese vocablo se encajara una cuña y se dispersaran sus letras, hay un momento en que el Nilo verdadero, en su transcurso, enfrenta una orografía peculiar en la que se desordena y al perder sus bordes se pierde a sí mismo. Esa zona dispersa recibe el nombre de El Sudd. En árabe esa palabra quiere decir “barrera”, y refiere a un ancho tramo pantanoso, insalubre y prolífico, en la región que separa hoy en día a los dos Sudanes. Si más al sur y más al norte es claro el cauce y el caudal del río, allí, por un trecho, se desdibuja su curso. En el Sudd el Nilo se pierde, se divide, se entrecruza, se extiende, se encharca, se marea. Ni hilo, nihil. Sólo después de un lento y penoso recorrido gravitatorio sus aguas se vuelven a juntar, y avanzan de nuevo anchas y caudalosas hasta llegar al delta.
Las crónicas dicen que en el Sudd los mejores navegantes se atascaban, los más abusados expedicionarios perdían la brújula e innumerables excursiones en busca de las fuentes del Nilo terminaron por extraviarse. No obstante, a la hora de trazar los mapas, la mayoría de los dibujantes optaron, dada la indudable continuidad, por hacer como si ese trecho no existiera. Se hacía entonces una cirugía perfecta que unía en el mapa al Nilo Azul con el Nilo Blanco para mostrar el distendido trazo continuo de un Nilo imaginario. Algo parecido ha sucedido con la poesía mexicana. De la misma manera que esos extensos pantanos, indudablemente parte del Nilo Blanco, sirven para separar a las poblaciones musulmanas de las poblaciones animistas y cristianas del Sur, el trazo más o menos notable de la poesía mexicana durante el siglo veinte se pierde súbitamente a mediados de los años setenta, para volver a correr con cierta fluidez con los poetas que empiezan a publicar a partir de los noventa. Ese es el pantanal al que nos referimos y el que intentamos primero ubicar, luego trazar y después de algunas obras de ingeniería, presentar, desempantanado y circulable, ante ustedes.
Se entenderá que hablamos aquí de pantanos no sólo como parábola que permite narrar el curso de esta investigación, sino como imagen tangible de la situación en que nos encontrábamos cuando decidimos avanzar hacia una particular lectura de la poesía en México. Un pantanal es un espacio de aguas someras, turbias, irregulares, de tierras mezcladas, de irrupciones súbitas y desconcertantes desapariciones. Entremedio de tanta proliferación resulta penoso y fútil discernir estrías y catalogar especímenes; no se diga ya imponer nomenclaturas. Es necesario entonces dejarse llevar por lo que surge de las distintas dendritas que van apareciendo. Frente a la diversidad y complicación que este territorio de la poesía en México revela, intentamos seguir las singularidades, dar cuenta de los trazos peculiares, los trasteos únicos y los vericuetos que se nos presentaban. De esta manera, creemos, nos ha sido posible proyectar sentidos tanto río arriba como río abajo de su dilatado curso.
Dicho esto, resulta claro que en nuestros esfuerzos cartográficos no cabe aspirar ni a la definitividad ni a la fuerza normativa. No queremos ni podemos dejar huellas o mojoneras definidas en un mapa poético tan inestable. Es otra nuestra manera, otro nuestro afán. Imaginemos que alguien pretendiera nombrar una por una por una, como vías separadas, todas las hebras de la maraña de cascadas, estanques, fosas, cavernas y rápidos que forman en su conjunto la vasta hidrografía del Sudd. Nos encontraríamos en un territorio todavía más peligroso y con un mapa aún más engañador que el de Bouvard y Pécuchet. Como no buscábamos eso, optamos entonces por seguir sus trazos. Mas que dar nombre a esta o aquella escritura o genealogía nos hemos dejado llevar por los propios poemas, esos peces de piel fugaz, para usar un ejemplo hallado en los orígenes de esta desarraigada estirpe, hasta las desembocaduras naturales, las que la gravedad de nuestra lectura fue eligiendo. De esa manera, a partir de los poemas mismos, reencontramos el hilo que nos había guiado por todo el trazo de generación que rigió “el cordero”, y cruzamos por fin a este lado del espejo.
(…)
Del triunfo de Allende al apagón del 82
 Esto es lo que sabíamos: algo inédito había cristalizado en la poesía mexicana a fines de los años setenta, coincidiendo con vientos nuevos que comenzaban a correr en Latinoamérica señalizados por la subida al poder del primer gobierno socialista democrático en Chile, que contrastaban con el inicio del enésimo sexenio priísta en México en que se intentaba impostar una actitud progre y tercermunista. Y, después de muchos zangoloteos, hacia 1982, ese algo había dejado de pasar. Lo contaremos fabulando y sintetizando. Hasta antes de 1968 la poesía mexicana parecía correr por un cauce central vigoroso, con pocos y aparentemente endebles cursillos rebeldes que siempre terminaban, daba la impresión, por sumarse al caudal principal. En ese año hubo una terrible ruptura, y la consecuencia más inmediata fue que la fuerza de la corriente ahondó su curso y que los canales laterales se secaron. Daba la impresión entonces que lo que ya antes sucedía simplemente se había acentuado. Los riachuelos que se habían reticulado por la libre prácticamente desparecieron; unos fueron fagocitados, otros se estancaron y/o se secaron, y otros más se hundieron en algún foso y desaparecieron súbitamente de la escena. El pujo del río único se llevaba todo. Parecía que las aguas convergían plácidamente en el pulso común de un yo plural sin una sola sombra. El país había dejado de ser de supermachos y se había vuelto de agachados. Se vivía entonces una asiática época hegemónica, estable, rumiante y parsimoniosa. Todo hacia prever que esa única corriente alterna iba a definir los mil años por venir. Sin embargo, a partir de 1976 el panorama cambió de modo súbito. Como si se tratara de una poza estancada reavivada por la llovizna y el sol, surgió de repente y de ningún lado una muchedumbre de vivarachos ajolotes de distintas especies que convirtieron el plácido flujo de la poesía en México en un salpicadero asombroso, una algarabía orgánica e inorgánica que anunciaba su propia primavera.
Trascurrido el infausto año de 1982, y de nuevo súbitamente, toda aquella juvenil vida pareció apagarse. El duro espejo enterrado de los profetas regimentados regresó para reconquistar sus lares, imponerse otra vez y dominarlo todo. La bulla precoz de las discusiones estimulantes, de los enfrentamientos entre grupos, de la multitud de revistas, hojas y folletos que se topeteaban entre fanfarrias unos a otros dejó de existir. Roger Bartra diría que los ajolotes se escondieron en el lodo interrumpiendo en neotenia su desarrollo para conservar las agallas. Sin embargo el nuevo encantamiento no restituyó el viejo orden. En lugar de ese cauce vigoroso que antes se podía ver desde cualquier ribera, lo que quedó fue ese Sudd del que nos ocupábamos aquí arribita. Un pantanal que al extenderse se comió la ribera misma, y que por eso mismo daba la impresión de ni siquiera existir. Era ahí en donde estábamos, para no perdernos, para no desencaminarnos. A partir de esa fecha, y a pesar de que nada resaltaba, las aguas ocultas no dejaban de moverse. Empezamos entonces un andar dificultoso. Como en las metamorfosis de Nereo, el dios preservador de los ríos dormidos, esas aguas aparentemente aletargadas o segregadas seguían corriendo juntas, pero en una manifestación muy distinta a la que tenían apenas unos cuantos años antes.
Un teodolito para medir el pantano
Si no hay cartografía. Si no hay trabajo de exploración, ni testimonio más o menos abarcador, más o menos fiable, ¿cómo iniciar el trabajo de delimitación? ¿Cómo adentrarse en un fluido denso pero disperso e invisibilizado en su mayoría? Hay que empezar por localizarlo. Por definir sus coordenadas, sus contornos. Luego hay que ubicar sus corrientes y flujos, pues a pesar de haberlos sentido y vivido, no es lo mismo buscarlos desde fuera y en toda su extensión y alcance. Descubrir poco a poco sus dinámicas; su mereología y su meteorología. Esto es una pequeña guía inicial para los que deseen aventurarse, hecha por dos viajeros que atravesaron ese marasmo de ida y vuelta. Nuestro teodolito esclarecedor fue la lectura atenta de cada libro y de cada poema. Volvimos a leer a nuestros contemporáneos como cuando nos leíamos a los veinte años. Con lecturas generosas. Con ganas genuinas de que te guste lo que hace cada uno, tu amigo o tu coetáneo o tu contrario. Con deseo de encontrarte representado y reivindicado en su trabajo. Sin dejar que los diablos de la competencia o de las antipatías metieran sus dedos sucios, sus distorsiones entre los textos y nosotros. Con una lectura que soslaya hasta lo posible las trayectorias del afecto o del éxito y se ciñe al cuerpo, a la vivencia de la sola lectura: al espacio desnudo del poema en la página.
De esta manera combatimos también la sensación inicial de incertidumbre y desaseo: ante la carencia de un orden general, de un sentido amplio, de una trayectoria o una malla de trayectorias legibles, convincentes y, sobre todo, comunes, nos propusimos, con la lectura atenta y desprejuiciada de cada poema develar la forma de lo que siempre estuvo ahí subyacente, en los libros arrumbados, opacados, desperdigados, ignorados, oscurecidos, olvidados. Lo que varios centenares de poetas de esta región se habían esforzado por hacer sin obtener mayor visibilidad ni casi reconocimiento, salvo unos cuantos casos, merecidos unos, tristemente explicables la mayoría, principalmente si se les compara con lo que no se ha tomado en cuenta.
Después de terminar este volumen, de leerlo y releerlo, creemos que hemos dado aquí con 359 poemas, 359 Delicados (con filtro), que se sostienen en sus dos pies; en su cuerpo de palabras. En su haz de sonidos y sentidos. Y no en puntales o ganchos externos como poéticas, lugares comunes, estéticas, experiencias, empatías perceptivas o preceptivas. No lidiamos con egos ni con afectos, sino con textos. Detrás de los textos hay egos. Delante hay afectos. Nuestra tarea fue sorteando las opacidades que ambos inducen y encontrando el punto de apoyo arquimedeano desde donde se dispara / apuntala la actividad poética genuina. El sitio que toca la carne del mundo y la hace reaccionar irritable, sensible, bella, dolorosa, triste, entusiasta. Lo que buscamos, cada uno por su lado y luego juntos, fueron poemas. Poemas que no resultará indiferente haber leído. Poemas que algo marcan, mueven, sesgan, muescan, rajan, sajan en el espíritu, en la sensibilidad, en resonancia con lo que hemos aprendido a valorar y a vivir. Poemas que hacen una diferencia en la literatura, y en el lector. No grandes poemas sino poemas grandes, si cabe la sutileza de esta intervención: todo poema es grande si cumple lo que se propone. Si ocupa el territorio que demarca y explora, si lo llena con su cuerpo de palabra y sentido, si ciñe lo elusivo de la vida y lo ancla, así sea tenuemente, a su despliegue en versos, párrafos o palabras solas.
Eso nos propusimos entonces: ir hacia la poesía. Caminar hacia los versos. Acorralar los mejores momentos de la runa. Cercar los instantes privilegiados. No son los nombres de los poetas los que hacen la poesía sino los textos. No defendemos con nuestra selección preceptiva normativa ninguna, ninguna “poética” ni estilística, ninguna temática.
Buscamos con los ojos abiertos la poesía de estos poetas ahí donde ha quedado, en los poemas, en los libros dispersos que forman este Sudd. Lo que nos interesa ante todo es la eficacia del poema. La explosión semántica, estética, emocional que detona el poema al ser leído. Perseguimos el poema que ocupa un sitio material con sus palabras y efectos, y que es un objeto, una máquina, una placenta o una marsupia desde donde se encarna la elocución, la proyección activa, o como hoy se dice performativa. Queremos rastrear el poema que deviene un ente subjetivo, que gravita y sedimenta. Que es sus palabras y es lo que sus palabras hacen, detonan, desencadenan.
Buscamos poemas que definan, funden, establezcan un dominio. Que lo demarquen y conquisten línea a línea con sus versos. Que nos lo cartografían y revelan. Y que luego nos permiten medrar ahí, morar ahí sin que el sitio se desfonde, hunda y desvanezca. Poemas que sean su propio mérito, su territorio real y tangible de palabras, sonidos y significados. Poemas cuyo tema sea establecerse como dato objetivo, como hecho real y tangible. Que el tema se cumpla cuando el poema se cumpla. Ni poemas obvios ni oscuros e indefinidos como marca de la casa. Ni poemas jabonosos ni prosaicos como argumento de exclusión. Poemas sorprendentes pero cabales. Que colman su espacio de sentido y forma. Que cumplen las expectativas anticipadas y aun así sorprenden. Que vienen de ningún lado, aparentemente.
Dependimos así de los poemas y de la red de poetas que desentrañamos ubicados en ese Sudd espaciotemporal. Muy pronto corroboramos que el ámbito cronotópico de escritura que aspirábamos a capturar no se puede definir ni delimitar sólo en términos de lo nacional.
Se trataba más bien de una geografía cultural. No de una nación. No de un espíritu. No de una lengua siquiera. Se trataba de los vestigios que la poesía deja en un abigarrado cruce de brechas espacio-temporal. Del sentido de la experiencia de ese locus comunicable solo por la poesía. Se trataba de encontrar en ella la experiencia estética atravesada por versos comunicantes.
Ubicada la región, definida grosso modo la trayectoria, empezamos a poner exclusas, acueductos, puentes para esta o esa zona anegada, postas en montículos que apenas asomaban. Buscábamos, sin descomponer su particular flujo, el trazo común de esas aguas aparentemente quietas y separadas. Después de seguir pistas y aislar vestigios, escoger muestras y desechar herramientas imprácticas para esta investigación, fuimos dando con circulaciones ocultas, cauces comunes, manantiales convergentes, todos delicados pero imprescindibles. Lo que de ahí extrajimos, creemos, da cuenta real de lo sucedido en poesía en México en los últimos treinta y cinco años. Por supuesto, no todo está trazado ni todo incluido o concluido. Sí nos parece determinante que lo que aquí proponemos es, a partir de ahora, innegable.
(…)
Curadores y comisarios son adoquín del purgatorio
Toda elección, es bien sabido, implica una exclusión, y cada exclusión un karma. Con este trabajo asumimos la responsabilidad de apostar por estos poetas y estos poemas como la nuez de la poesía actual en México, un Sudd ahora sí mapeado, con miras hacia arriba y hacia abajo; el corazón, con todas sus cavidades y arterias, con sus nomenclaturas anatómicas, de las muchas vetas que transitan el cuerpo robusto de la poesía mexicana. Asumimos así nuestro riesgo y karma. Sacamos el cuello por encima de la lisa medianía de las opiniones de cotilla, pasillo, corrillo y cafetín.
Será claro que esto no es un podio de medallistas sino una colección comisariada que usó una nada arbitraria criba particular: 359 Delicados (con filtro). Toca ahora explicar algunas de nuestras decisiones.
El sesgo más notable, que quisimos y no pudimos evitar, es el centralismo. Al revisar nuestra selección nos dimos cuenta que una gran mayoría de quienes están en este libro han vivido alguna vez en la Ciudad de México, y muchos nacieron ahí. El punto de inflexión de su visibilidad pasa por esa circunstancia. Esto es un hecho y ha sido, hasta hace muy poco, una realidad irremediable. Sí, lo aceptamos, padecimos al elaborar este trabajo de un sesgo chilango. Aunque quizás, habría que corregir, la ciudad de México, incluso antes de la era digital, más que un centro era una central, un hub, como se usa ahora en inglés, no tanto un núcleo fijo sino un cuajo que acumula y conecta. Por esa razón, en nuestro descargo, tenemos que decir también que la Ciudad de México, a diferencia de otras ciudades y regiones de este país y muchos otros, es todo menos un feudo localista. Su situación de ubérrima ubre abierta, de veras abierta, a la inmigración de donde sea y como sea, la tiene convertida desde hace décadas en una gran Babel cultural. Esta antología refleja esa apertura. Un poeta chileno (Bolaño) llega casi niño aunque todavía no adolescente en los años sesenta al D.F. y termina fundando una neovanguardia radical, descocada e influyente. Otro poeta llegado a la megalópolis todavía de pantalón corto de Alejandría vía Milán (Morábito), se convertirá al cabo de los años en centro irradiador de una poética potente que rebasa los límites de esta ciudad con mucho. Un poeta kosovar, con raíces albanas (Bajraj), llega exilado a esta ciudad y en pocos años se incorpora a su latir poético y contribuye a su escena, retomando vigores aparentemente menguados, y pronto parece como si hubiera nacido aquí. Un poeta y crítico uruguayo (Milán) se inserta tan natural o hábilmente que parece salido de las pestañas del Rey de Texcoco, e introduce su vigor poético y crítico para potenciar la escena mexica. Lo mismo ocurre con un poeta y filósofo venezolano (Landa), que parte lanzas tanto en la arena académica como en la promotora y de esa empeñosa manera pastorea diversos campos. Varios de los poetas que aquí comparecen son descendientes de españoles trasterrados por la derrota de la República por Franco (Segovia, García Bergua, Espinasa, Miquel). Encarnan la vitalidad de esa forzada, y vigorosa, transfusión cultural. Casi todos los poetas nacidos en otras regiones han pasado años importantes de su formación y deformación en esta ciudad. La poesía de verdad que llega aquí suele aclimatarse, y por eso mismo, a su vez, afectar el entorno. De pocas ciudades se puede decir lo mismo. El vigor ecléctico que eso engendra es de lo más valioso que tiene este país, Nilo arriba y Nilo abajo. Y es de esa generosidad fecundante de la que nos queremos hacer parte.
Hay que señalar también que una de las cosas notables que están sucediendo en México, aunque no desde hace mucho, es que la mejor poesía se está escribiendo y distribuyendo en los cuatro puntos cardinales del país. Cuando eso se catalogue, estamos seguros, se podrá dar un mapa más extendido y diverso del que nosotros presentamos. Sin embargo, la naturaleza de los lazos, de los contactos, y más que nada de la circulación de los libros que le ha tocado en suerte a este cuajo de poetas persiste, e hizo que nuestra investigación se topara con severas limitaciones que a veces fue imposible superar. Y aunque las comunicaciones con los escenarios más notables de la poesía mexicana fuera del D.F. parecen ser cada vez mejores, y por ello pudimos leer bastante de lo que se ha publicado en Guadalajara, Monterrey, Morelia, Puebla, Xalapa, Tijuana, lo que logramos es aún insuficiente. Y no se diga para lo que se produce en lugares peor vinculados con esta central camionera. Estamos claros de que aún hay escrituras a lo largo y ancho del país que merecerían estar representadas. Pedimos disculpas tanto a los lectores como a aquellos autores el no haber alcanzado a detectarlas e incorporarlas. Retomando la idea del Nilo y de su Sudd, algunas de aquellas aguas deberían pasar por aquí, sólo que no tuvimos el tiempo ni las fuerzas para recoger las muestras necesarias y canalizarlas.
Una particular exclusión, que debemos mencionar, porque consideramos que en una realización ideal de esta antología tendrían que estar forzosamente presentes, es la de la poesía escrita en México en lenguas originarias. Como con algunas regiones, no pudimos llegar a hacer una investigación cabal antes de la fecha límite de entrega, que veíamos acercarse horrorizados. Teníamos al alcance algunos ejemplos que incluimos en nuestras listas pero sin el contexto justo y sin una investigación seria hubiéramos seguramente dado una visión distorsionada de lo que pretendíamos compartir. Decidimos entonces, con tristeza, limitar la selección, salvo en una de las postas, a poemas escritos en castellano. Lo mismo nos sucedió con los poetas que en México escriben en lenguas así llamadas extranjeras. Lo que sucede en un sitio sucede en todas sus manifestaciones, y es sólo en la lengua en donde el fetichismo excluye la diferencia. No pasa eso en las artes visuales, por ejemplo, donde artistas como Francis Alÿs, Maruch Sántiz Gómez y Melanie Smith son carta cabal de la realidad artística actual en México, aunque la lengua materna del primero sea el flamenco, tzotzil el de la segunda e inglés el de la última. Por supuesto que en un Sudd como este el caudal escrito en esas lenguas tiene cabida, sólo que no hemos podido dar cuenta más o menos cabal de ellas como para hacer un registro justo.
Volviendo al karma de las exclusiones. Hubo casos de poetas que decidimos no incluir porque no encontramos suficientes poemas suyos que pasaran el rasero competitivo que pusimos. Hay varias ausencias que lamentamos, por supuesto. Sabemos que en una siguiente revisión algunos excluidos serían incluidos, por el corrimiento que su obra tendrá o está ya teniendo. Y no negaremos que nos quedamos con las ganas, rabiosas ganas, de que unos y unas estuvieran aquí. También pasó a veces que entre muestras de poesía muy parecida había que escoger. Lo mismo pasa en los mejores museos: no se puede exponer todo lo que se tiene. Otros hay que cayeron por propio peso retórico y grandilocuencia, a pesar del aparato protector hermenéutico que bien les hubiéramos podido armar, laboriosamente.
Como los lectores habituados a lo que se promociona de la poesía mexicana verán, hemos excluido a algunos poetas que suelen ser asumidos como imprescindibles en cualquier muestra. Es importante aclarar que ninguna exclusión ha sido de oficio. En todos los casos que revisamos, tanto los poetas incluidos como los excluidos fueron leídos a conciencia, y seleccionados sus poemas. En el de algunos poetas muy nombrados y renombrados que pudiendo estar aquí no aparecen, la razón es obvia: su obra no nos pareció mejor que la de aquellos que sí incluimos. Ahora bien, que quede claro: con todo y el karma, las exclusiones según creemos no demeritan a nadie. Tampoco a nosotros. El que define una obra concentra su atención en ver cómo lo que incluye pesa y define esa obra; y la decisión de excluir no obedece al desprecio sino a que no se encontró sitio ahí para lo excluido, a que por más esfuerzo que hicimos no reconocimos este Sudd en esas obras. Dejamos por ejemplo fuera muchos poemas que nos parecen magníficos pero no antologables. No todos los poemas no antologables son ineficaces. La eficacia de algunos depende crucialmente de su compañía en un libro, del nicho ecológico en el que están sembrados. Otros hay de efectos acumulados que al no ser inmediatos no funcionan en una muestra. Algunos poemas no antologables lo son por su tamaño, su dilatación, su largueza y lentitud para entregar su sustancia. Son poemas buenos que te pueden acompañar por varias horas e irte administrando poco a poco su dosis de dardos certeros, pero que no caben aquí, en las pocas páginas destinadas a cada uno.
Se notará que el promedio, variable por la extensión y naturaleza de la obra de cada poeta, tiende a ocupar el mismo número de páginas. Hemos intentado, tanto en lo factible como en lo merecedor, hacer un trazado lo más abarcador posible en cada caso presentado. Para nosotros ha sido un placer recorrer para adelante y para atrás sus vidas y escrituras. Hemos querido, por esa razón, dar cabal cuenta tanto de su recorrido como de la calidad de la obra.
Gabriel Zaid y su Baby Poetry Boom
Quien haya leído hasta aquí sabe que este libro es generoso. Que presenta a un grupo de cerca de cuarenta poetas nacidos entre 1950 y 1963 que son propuestos como imprescindibles para retratar la poesía mexicana de hoy. Se dirá que es un abultamiento. Lo es si se contrasta con las visiones añejas de quienes ven en una cohorte generacional mayor de tres o cuatro un desfiguro. Lo es frente a los trazos elegantes de lo que se suele reconocer como deseable para representar en un tomo a un cronotopo poético. Pero estamos ante un fenómeno inédito en la historia de la poesía en México. Lo que sucedió a partir de 1970 fue inesperado y esta generosidad no es sino una mera aproximación descriptiva al valor de lo real. “La vida hace grumos”, decía Tomás Segovia, uno de los faros más poderosos que tuvo esta cohorte. En el periodo que consideramos se dio en México una rara proliferación de poetas que despertó inmediatamente la atención de tirios y troyanos. Los afectos a la estadística siempre son los terceros en llegar a contar y levantar actas. Por eso siempre es bueno tener alguno en el equipo. Uno de esos registros nos lo dejó la hoy célebre y simultáneamente menospreciada Asamblea de poetas jóvenes de México, que Gabriel Zaid publicó en 1980, en la que revelaba a un incrédulo aunque escaso auditorio la existencia de un baby poetry boom en el entorno mexicano. Se trata de un libro que se tiende a ver como “menor”, pero visto en retrospectiva es visionario. Nos divirtió descubrir, al releer el delicioso prólogo que Zaid escribió entonces, que su situación anímica era similar que la nuestra al comenzar esta obra: “Me sentía empantanado”, confesaba Zaid. Había llegado al final de su tarea a estos mismos términos hidrológicos. Es interesante notar que casi la mitad de los poetas incluidos por nosotros aparece en su libro. La otra mitad no había publicado todavía, no estaba bajo su radar o simplemente no había llegado a vivir a México. Lo que habla de lo afilado de su investigación, y la de sus ayudantes. Todo indica que lo que deprimía y pasmaba a Zaid era la desproporción de la irrupción demográfica de ese poetry boom descontrolado que no congeniaba con su talante ni con su juicio de lo que debía ser una generación de poetas: unos pocos que claramente se destacan del resto, y toman la estafeta. En el fondo, una vez pasado el tumulto, por esto se ha pugnado de nuevo. Para su azoro Zaid censó en su momento 430 poetas nacidos a partir de 1950, y en su Asamblea incluyó 164 poetas que llegaban hasta los nacidos en 1962. No sabía al parecer, y es perfectamente entendible, cómo aplicar sobre esa masa el bisturí crítico: “Y ahí estaba yo, leyendo exhaustivamente una cantidad de escritos sin talento, sin oficio, sin ambición, sin suerte”, escribió Zaid, evocando melancólico el dicto de Gide de que hay que desanimar a los jóvenes. Su visión, acostumbrada a los anchos potentes caudales anteriores, no alcanzaba a ver la forma del futuro y no podía ser ésta que tenemos hoy nosotros desde este Tigre que habitamos. Pero es importantísimo que haya estado él ahí. Y que haya leído así. Treinta y dos años después y tras rastrear y leer varios cientos de libros, pudimos ver retrospectivamente cómo desde allá se afincaron, desplegaron y se guardaron universos y carreras. Hemos llegado a esta lista de 38 poetas cuya obra, desde el poetry boom de entonces hasta ahora no ha hecho sino crecer en cantidad, robustecerse en calidad, y ahondar y extender sus búsquedas y dominios. Se entenderá ahora la extensión de este Sudd al que nos referimos.
La Asamblea de Zaid no ha tenido el reconocimiento crítico que merece. Se le toma como divertimento, gracejada, la bonachona chanza vacacional o terapéutica de quien, muy aparte, es uno de los más agudos lectores de poesía en lengua castellana. Sobre ella se ha proyectado la noción de estar frente al archivo muerto de un proyecto destinado al fracaso, no en lo que se refiere a los poetas tomados de uno en uno, sino a la marea demográfica y lo que como conjunto significaban. Por esa razón la Asamblea es vista, incluso por sus protagonistas, con una sonrisa de desdén o un franco desinterés. Como sólo incluye un poema de cuando eran muy jóvenes y porque su número asciende al vértigo de 164, nadie le presta atención. Quien se interesa por alguna poeta en particular, con justa razón pondrá poca atención a esa muestra. Y quien quiere saber que sucede en la poesía mexicana, antes que poner los ojos en asambleas preferirá buscar en antologías ceñidas, con más material per capita y con más carrera andada. Además, los poetas incluidos desean que sean otras cosas suyas las que se lean. Nunca se les ocurrirá dirigir al lector hacia esa sección maternal de su formación. Piénsese que en ese momento el más joven de los antologados tenía menos de veinte años y la mayoría de los incluidos aún no había publicado un libro. Pero la Asamblea brilla por su tino.
Si, como dijimos, casi la mitad de los poetas que nosotros incluimos ya figuraba en ella, esta aparición de madurez hoy adquiere su verdadero sentido. Usar “aparecer” no es un eufemismo: la mayoría en 1980 había publicado poemas sueltos en revistas y los pocos que mencionaban un libro en realidad hablaban de plaquettes, cuadernillos, folletos, todos con fresco olor a tinta nueva. No obstante, algunos de esos panfletos son ahora joyas bibliográficas y piedras sólidas en la historia de la poesía mexicana contemporánea. Más allá de los nombres de los poetas, y de los poemas, lo que la Asamblea de Zaid registró fue una prodigiosa y simultánea actividad literaria proveniente de muchos sectores antes casi iletrados de la sociedad mexicana. Decenas de revistas, talleres literarios, lecturas improvisadas, happenings poéticos, desperdigados por todo el cuerpo de una sociedad que empezaba a encontrar canales de expresión hasta entonces vedados. Jaime Moreno Villarreal, en su precoz y lúcida tesis de licenciatura, que como libro se llamó La línea y el círculo, dejó un buen registro crítico, tomado del natural, de ese fenómeno. El que a la Asamblea no se le haya dado su lugar es en parte porque a las cosas que allí se planteaban nadie les ha dado seguimiento, pero en parte también porque el propio Zaid postuló el fracaso de lo que proyectaba, al cargar su lectura con una nube de disolvente escepticismo. La segunda parte de la cita que incluimos de su Explicación es prueba clara de ello. Y eso es lo que, aletargada, se quedó viendo la crítica, asintiendo, solícita, sin intentar saber qué había sucedido después y, por supuesto, sin seguir el mejor ejemplo que pudo dar Zaid con su trabajo, es decir metiendo las manos en la masa poética para de ahí sacar el barro de su propia investigación y, entonces sí, a partir de eso extraer conclusiones.
Pero no todo es culpa de los críticos. Un año después de que Zaid publicara su Asamblea, el poetry boom que registró había prácticamente desaparecido del aire, dando aparente razón a su escepticismo. La efervescencia de la que él fue el mayor testigo súbitamente se había disuelto o se la había tragado la tierra. Hoy sabemos que lo que pasó después de 1982 no fue una desaparición sino un ocultamiento, una absorción. Da fe la cantidad de libros publicados. Los protagonistas de esa vivaz asamblea de poetas jóvenes que el uruguayo Anhelo Hernández representó con humor al poner en portada un mismo pájaro prehispánico repetido siete veces no se fueron a llorar a sus casas tras la crisis económica que les quitó el piso y los privó de sus tan visibles plataformas de lanzamiento (lecturas, becas, apoyos, mimeógrafos). No es que al encaminarse a buscar trabajos como maestros rurales, oficinistas, correctores de galeras, taxistas, o al irse a vagar al extranjero, hayan tirado la pluma o vendido la máquina de escribir. En realidad los poetas del poetry boom se acicalaron, se espulgaron, sacudieron sus plumas y siguieron aleteando tan campantes, un poco más escondidos en la penumbra, cada uno por su lado y, qué le vamos a hacer, por rutas menos públicas y menos grandilocuentes o programáticas. Algunos continuaron reuniéndose en cafés, otros se incorporaron a proyectos editoriales establecidos que los acogían no como grupo sino de uno en uno. Unos pocos siguieron formando parte de las revistas en las que ya estaban pero escondiendo un poco el filo poético. Algunos de los venidos de fuera, como Jorge Alejandro Boccanera optaron por regresar a su país y jugar en otras ligas.
Ser poeta dejó de ser cool, pero eso no significa que quienes escribían dejaran de serlo. La falta de visibilidad no niega la historia común ni tampoco borra lo sucedido después. Enfriada la algarabía por la dura realidad económica de los ochenta, cada joven poeta de aquellos años debió decirle adiós al carnaval; se vio obligado enfrentar los dientes del monstruo, buscarse la vida, ocupar la mayoría de su tiempo en chambear como fuese para seguir a flote, para mantener a sus hijos pequeños, o a sus padres mayores o asegurar las dosis que requerían. La escritura dejó de ser tan pública pero sobrevivió, creció, maduró. Cada uno y cada una se sumergió en su propio proyecto individual. Desde afuera, a paso de plumero, se suele suponer que de aquel altero o montón ha quedado poca cosa. Pero en la curiosidad está el gato, y en el detalle la viga del ojo. En retrospectiva, la Asamblea de poetas jóvenes de México es un libro agudamente atento, asombroso en su habilidad para hallar revelaciones en pastos que apenas apuntan y recolectar muestras donde no hay más dato duro que el que Zaid iba descubriendo a cada paso. En ese sentido es una obra fundacional.
La explosión de Los detectives salvajes
 La otra marca de agua que sobresale en esta búsqueda no es una crítica, ni una revisión, sino una novela. No hay mayor homenaje a esa realidad a la vez pululante y cíclope que el que Roberto Bolaño le hizo con Los detectives salvajes y que recorre los mismos territorios que Zaid había trazado veinte años antes. Algún desorientado ha escrito que esa novela es prueba fehaciente de que la poesía no tiene ya para dónde moverse. Que le responda Galileo o su GPS. En uno de sus subtextos importantes, Los detectives es el mayor homenaje que se le puede hacer a esa gran panda de poetas que en el México de los setenta pululaban, y que aquí siguen. Varios de los protagonistas de la Asamblea de Zaid aparecen en Los detectives, bien con su nombre, bien bajo un seudónimo o mezclados en varios de los personajes. Que Bolaño había vivido los primeros años de esa historia es cosa sabida, y que lo que estaba haciendo era retratar a sus cuates y, sobre todo, a sus enemigos y sus feudos también. Pero lo que nos importa subrayar es que por más fabuloso que parezca, y por más fabulado que esté, lo que ahí se contaba era cierto. Roberto Bolaño, con Mario Santiago y una buena banda, estaba en la primera línea de fuego de la realidad que Zaid intentó mapear. Fundaron un grupo que, a la manera de las primeras vanguardias, se autonombró infrarrealista. Como se cuenta en Los detectives, ellos fueron parte activa de las batallas que se dieron entre 1974 y 1982 en las calles y cafetines de la Ciudad de México. Y aunque lo relatara cuatro lustros después, y aunque hubiera dejado la Ciudad de México casi al mismo tiempo que Zaid recababa su informe, las historias que aparecen en Los detectives están ancladas hondamente en la realidad. Es cierto que Bolaño no fue testigo de todo lo que narra, pero de que sucedió, sucedió. Si Zaid, en su faceta entusiasta, vio en aquella bullente escena “una salud selvática, exuberante, pantanosa, estrafalaria, genial, banal, en estos jóvenes que, a veces, parecen profetizar y a veces parecen bostezar”, Los detectives salvajes es el mayor testimonio que pudieron haber tenido no sólo los infrarrealistas, sino todos aquellos que participaron de aquellas estrías mercuriales y poéticas de la Ciudad de México a fines de los años setenta y que, como Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro, como muchos y muchas incluidas y no en este libro, no desaparecieron sino que siguieron escribiendo. En ese sentido, los poetas infras tienen un papel central en la poesía en México, ocupan un nicho que nadie puede ocupar y representan una realidad más honda y amplia de lo que parece; fueron quizá la encarnación más nítida de la masiva toma de conciencia y toma de la palabra por mayorías resistentes e inconformes. Destilaron como pocos el espíritu que los precedió y cristalizaron varias vetas de lo que vendría. Varios de los poetas incluidos en esta antología, si bien no participaron del grupo y es probable que ni siquiera los conocieran, coinciden con ellos en orígenes, postulados estéticos y poética. Los infras no sólo escenificaban su rebeldía boicoteando lecturas e irrumpiendo ruidosamente en presentaciones. Como aquellos que asustaran, escandalizaran y desmoralizaran a Mariano Azuela, ellos son “los de abajo”, los que no aparecen, los que no están. Sintomáticamente, en la ecología particular que Zaid trata de rastrear en su Asamblea los infras no existen, ni como grupo ni como nicho cultural ni como fermento social. Algunos de ellos están incluidos, pero no Bolaño, ni tampoco Santiago, los creadores y dirigentes de ese movimiento. Para entonces, ninguno de los dos estaba ya en México y seguramente no habrían contestado a la invitación de Zaid, que en ese sentido era totalmente abierta. Pero lo que es significativo es que quien los busque en el censo tampoco los hallará. El radar del meticuloso sondeo de Zaid por alguna razón, que nos desviaría atender, no los registró. Su ausencia es simbólica e ilumina otros territorios. Varios de los infras, como muchos otros poetas de esos tiempos, vivían en cuartos de azotea de la ciudad de México, o en casonas reconvertidas en vecindades, ciudadelas llenas de pequeños habitáculos. La mayoría de ellos eran pobres, para decirlo tal cual. Pero como grupo fueron actores de esta realidad y representaron la irrupción de la irreverencia y el desorden en un medio muy estratificado. Por eso estuvieron borrados del mapa, hasta que la sagacidad de Bolaño los puso de nuevo en el tapete. Traerlos ahora a cuento desacomoda la organización que Zaid le quiso dar a la producción poética de todos esos jóvenes,y sobre todo, de lo que la crítica sumisa repite. En el caso particular de los infrarrealistas, la conversión de esos dos intocables en protagonistas principales de Los detectives salvajes es un símbolo contrastante que remarca su ausencia en la Asamblea, como si ese libro hubiera estado hecho para corregirle la plana a Zaid y para que, al compaginarlos ahora, se produzca una alegoría a la vez reivindicadora, reveladora e incluyente, aunque esos púdicos medallones de yeso crítico al entreabrir sus párpados narcóticos sigan preguntándose “qué es eso”.
Malos vientos piden máscaras de gas
 Es importante recordar que los años en que los poetas que reunimos se formaron abarcan dos sexenios políticos que si no fueran de tal ignominia serían aun así grotescos. Años que coincidieron con el encumbramiento en toda América de dictaduras militares y regímenes represivos. Esa gravedad que arrastró hacia México a tantos podría simbolizarse con el mapa que dibujara el gran pintor uruguayo Torres García en el que aparecía América Latina con el Sur hacia arriba. Una clepsidra puesta “de cabeza” que terminaba en los vertederos del Río Bravo. En el lapso de esos doce años México pasó de un crecimiento notable y continuo a la euforia petrolera y de ahí al abismo económico. Al frente del país, como la mayor parte del siglo, estuvo el mismo mafioso partido que ahora acaba de regresar al poder. Digamos solamente que los grandes monopolios privados y sindicales que continúan distorsionando los espacios públicos estaban ya ahí, y que muchos de los ecos, efectos y repeticiones provocados por ellos siguen desgraciadamente activos.
En esos doce años también llegaron a México muchos intelectuales huyendo de los sucesivos golpes militares de Sudamérica, enriqueciendo y diversificando la topografía cultural al incorporarse a las universidades, a la prensa, a las casas editoriales y sobre todo a las tertulias de los cafés. Digamos también que entre 1970 y 1982 se terminó de fraguar el espacio cultural prolífico y proteico que nos toca aquí esclarecer. Los intelectuales que llegaban del sur se encontraban con mexicanos que tenía años enfrascados en sus propias luchas, algunos de ellos escapando o escondiéndose de la represión política, otros simplemente mirando, o resistiendo en silencio al desánimo, o llanamente asimilados. Ambas comunidades no tardarían en cruzar sus caminos.
Las nuevas esferas de acción se fueron delineando según posiciones políticas y matices sociales bien estratificados. De ese fermento surgieron múltiples irradiaciones y muchos modos de apoyar el taco. En la poesía, la principal de todas, o la más persistente, fue un descarado y alegre eclecticismo. Roberto Bolaño y Mario Santiago se encontraron y encontraron en un poeta mayor, Efraín Huerta, un sabio y humorista mentor para su movimiento infrarrealista y lo más cercano en México a Nicanor Parra. Ese ejército por muchos meses de los años setenta desplegó las posiciones más iconoclastas y ocupó ruidosamente los bares del centro y los cuartos de azoteas y otros espacios encarnizadamente urbanos. Hubo también un grupo de poetas llegados de Tijuana, entre ellos Luis Cortés Bargalló, que traían de la frontera nuevas traducciones de los poetas Beat. Éstos se encontraron por ahí con otros poetas jóvenes que leían en inglés a los chinos clásicos y ya en la ciudad de México se juntaron con egresados de universidades privadas y juntos iniciaron una revista, El Zaguán. Otro grupo cristalizado en torno a Federico Campbell y Jorge Aguilar Mora iniciaba un revelador proyecto editorial, La Máquina de Escribir, en donde publicaron sus primeras plaquettes algunos de los poetas aquí incluidos, como Coral Bracho, Carmen Boullosa, Rafael Vargas, José María Espinasa, y otros varios que aquí no aparecen. Otro grupo quiso llamar a su editorial La Máquina Eléctrica, ya fuera para subir un eslabón técnico o por mera aunque sintomática casualidad. Allí se publicó entre otros un libro de Joel Piedra, miembro con Arturo Trejo Villafuerte, Roberto D. Ortega, Rafael Vargas, José Buil del taller de poesía sintética, y uno de los muchos desaparecidos políticos que hubo en el país en esos años. Piedra fue antologado en la Asamblea, y su madre, Rosario Ibarra de Piedra, ha sido desde su abducción ilegal un símbolo memorioso ante lo que el PRI nos amputó.
Hubo por entonces muchos espacios abiertos a la acción artística, como el colectivo pictórico Grupo Suma, como las peñas folclóricas que importadas del sur se abrieron por toda la ciudad. En una de aquellas, el CEFOL, Ricardo Yañez publicó el que llegó a ser un libro emblemático: El pobrecito Señor X de Ricardo Castillo, un infra sin grupo llegado al DF de la planicie tapatía con su camiseta del Atlas y un estilo vernáculo y renovador. Un editor y artista iluminado, Juan Pascoe, fundó una editorial artesanal de objetos preciosos y tipos móviles a la que atrajo tanto a Efraín Huerta (el mentor de los infras) como a su compañero de juventud Octavio Paz (el mentor de los cultos), y a muchos poetas muy jóvenes, entre los aquí incluidos a Francisco Segovia, a Alfonso D’Aquino y a Verónica Volkow. De talleres y de grupos de afinidades poéticas que aglutinaban a los más jóvenes fueron surgiendo aquí y allá revistas, como Cuadernos de Literatura y El Oso Hormiguero, y muchas otras. Quizá la última de esta horneada, en la que varios de los aquí incluidos recalaron por lapsos largos o cortos, Cartapacios, tuvo una vida un poco más larga pero más tropezada. Iniciada en 1979, publicó un número cuatrimestral durante los primeros dos años y a partir de la crisis económica de 1982 un número anual, hasta desaparecer en 1987. Podríamos ampliar enormemente esta enumeración hecha ahora a vuelapluma y de memoria. Otra vez, recomendamos el libro de Moreno Villarreal antes mencionado, así como La Esponja y la Lanza de Arturo Trejo Villafuerte, a quienes quieran profundizar en este, bastante inexplorado, territorio histórico.
Junto a editoriales que han persistido desde entonces, como El Tucán de Virginia de Víctor Manuel Mendiola, Ediciones Sin Nombre de José María Espinasa, Ediciones Monte Carmelo de Francisco Magaña y los distintos proyectos que una y otra vez empuja Héctor Carreto, ha habido también heroicas revistas que abrían un poco la apretada cuña de silencio que cayó después de 1982 sobre la difusión de la poesía escrita en México, como Poesía y Poética que hacía Hugo Gola o Alforja de José Ángel Leyva, ambas en extremos distintos de lo que podría llamarse el campo de exploración de la poesía mexicana, y ambas sustituidas por nuevos proyectos y nuevos nombres pero la misma voluntad editorial de persistir, persistir y persistir. Sin ellas no habríamos podido hacer este trabajo ni muchos de los poetas aquí incluidos habrían podido publicar sus poemas de manera individual.
No olvidemos un sino mayor de estos poetas: empezaron a escribir cuando el PRI le prometía al país que su presidente, ese presidente, los iba a llevar arriba y adelante (1970-1976), los iba a defender como un perro (1976-1982), los iba a sacar de sus apuros (1982-1988), los iba a incorporar al primer mundo (1988-1994), los iba a estabilizar y democratizar (1994-2000). La democracia, precaria y todo, llegó, pero solo para ser maltratada por quienes vinieron detrás. Algunos poetas unas veces y otros otras creyeron en aquellas pantomimas de una familia política extendida y corrupta que se ha llamado revolucionaria y que de institucional sólo tiene el epíteto. Unos pocos se plegaron a esos faros de poder inmediato. Hay quienes han escaqueado el cuerpo una y otra vez. Hay quienes han sido indiferentes a los ruidos del poder y quienes han logrado sacar partido de sus oportunidades. Pero todos ellos se agregan en una fuerza de escritura a la vez colectiva e individual, un Festival de Hay alternativo sin capital ni presupuestos editoriales.
Han pasado más de diez años de que se publicó nuestra primera antología, quince de cuando cerramos la etapa de lectura, veinte de que empezamos a trabajar en ella, veinticinco de cuando nos fugamos en un soplo de viento a Inglaterra, treinta de cuando toda la parafernalia que Zaid registró y Bolaño celebró se vino abajo de golpe y plumazo, treintaicinco de que asistimos a sus primeras e insólitas lecturas en la azotea de casa de Manuel Andrade en Agustín Melgar número 9 y que fue también cuando nosotros dos coincidimos por primera vez. Cuarenta de que todo esto empezó a gestarse.
Es importante recordar algo que también separa a aquellas huestes salvajes de lo que vino después: la total falta de información que había entonces sobre lo que estaba sucediendo en otras partes de América Latina, eso a pesar de la presencia de tantos exiliados en México, pero recordemos de nuevo que casi todos aquellos países estaban sellados por uniformes dictaduras. Si en épocas anteriores, al menos para las élites, la comunicación había sido continua, en los años setenta y ochenta no lo era, y menos para los muchos nuevos poetas. Pero intuimos que varias de las cosas aquí planteadas hacen eco en otros países, si bien dicho de distinta manera.
No había en esos años setenteros todavía ni asambleas ni detectives, pero todo lo que capturaron estaba ya sucediendo en el aeropuerto de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en realidad un cruce de pasillos y escaleras, con café aguado por supuesto, pues después del 68 las cafeterías de la UNAM habían sido clausuradas. Los poetas mejores hoy activos que pasan de los cincuenta años estaban ya ahí entonces, cargando sobre sus máquinas y poblando poco a poco sus folios. Es a partir de ellos y de ellas que se tiene que plantear cualquier discusión sobre la poesía actual en México. Por supuesto, había entonces y hay ahora poetas mayores, que hoy pasan de los ochenta años, y que impartían ya y siguen impartiendo su magisterio, como Eduardo Lizalde, Gerardo Deniz y Juan Gelman, por nombrar las antípodas y la crux de esta navegación. Hay también hoy poetas de treinta o cuarenta años que ya están metidos de lleno en el ajo, por un lado o por otro, de una u otra manera. Hay también, como no falla, mucha basura argumental que defiende este espacio o aquel, esta región o aquella, esta escritura o la de más allá, inventando falaces batallas y agrupaciones huecas que caerán irremediablemente por su propio lastre o al menor soplo del aullante que les toque. Nosotros, más que levantar trincheras, hemos pretendido dar cuenta de lo que sucede. Cuando un poema es bueno él mismo genera sus lecturas. Y estos 359 Delicados lo son, en sus diferentes cauces, con sus distintas caudas y caídas.
Durante estos cuarenta años los poetas aquí reunidos han escrito, de diversas maneras, poemas que están aquí porque vale la pena leerlos. Y no unos cuantos. Si hemos incluido casi dos paquetes enteros de cigarrillos es porque en cada una de sus casi cuarenta cajetillas, en los 359 espejuelos de esta rotación o esfera, se ha liado la voluntad y la sorpresa que todo buen poema tiene. Al final de su novela póstuma 2666 Roberto Bolaño pone en boca de uno de sus personajes la siguiente reflexión: “Me dirá usted que la literatura no consiste únicamente en obras maestras sino que está poblada de obras, así llamadas, menores. Yo también creía eso. La literatura es un vasto bosque y las obras maestras son los lagos, los árboles inmensos o extrañísimos, las elocuentes flores preciosas o las escondidas grutas, pero un bosque está compuesto por árboles comunes y corrientes, por yerbazales, por charcos, por plantas parásitas, por hongos y florecillas silvestres. Me equivocaba. Las obras menores, en realidad, no existen.” En 1980 Gabriel Zaid recurre también al ejemplo de los árboles y el bosque para dejar sobre la mesa el plato que él ofrecía: “Por ahora la selva no ayuda a ver los árboles excepcionales. Pero la selva misma es todo un espectáculo.” Sabemos que ambos tienen su rebanada de razón. Las obras menores no existen. Un poema en sí, del tamaño que sea, con las pretensiones que tenga, puede ser una obra maestra. O no. Sólo hay poesía buena, poesía mala y caos. De algún modo tanto la selva indiferente de Zaid como la palpitante serie de ejemplos únicos de Bolaño apuntan a lo mismo. Zaid cierra su “Explicación” calificando ese bosque como una terra incognita que recorrer, con “la certidumbre de que sigue habiendo madera de buenos poetas”. Bolaño por su lado afirma que la obra maestra está siempre oculta y, por el otro, que escribir “sólo merecía la pena si uno está dispuesto a escribir la obra maestra”. La escritura es siempre una apuesta y en su actualidad echa raíces su constatación. Estas escrituras que aquí confluyen, incluida la de Bolaño, deshaciendo su propio Sudd, la barrera que los contenía, estos poemas que son la apuesta de esta antología proponen en su trenzado una recalificación de la deuda que se tiene con la poesía mexicana. Hablamos por supuesto de secoyas y de mezquites.
Ret(r)azos de un Sudd en generación espontánea
 Aunque no negaremos aquí las marcas de origen que llevan nuestras historias personales de lectores (cada uno la suya), sí afirmaremos que asumimos esta tarea con una genuina voluntad de aprender, y de cambiar de opinión, de terminar el recorrido habiendo reorganizado nuestra preconcebida percepción del planeta poético que exploramos. Nos llevó la lectura tanto a la confirmación como a la severa desestabilización del prejuicio asentado. Nos reveló no pocos esfuerzos de conquista de territorios poéticos inéditos en nuestra tradición, nos hizo reconocer la expansión o la anexión de estilos y modos, visiones, estrategias, tonalidades, temperamentos, otrora ajenos a nuestro mapa. Aprendimos así que esta generación, grumo, Sudd, o como queramos llamarlo es potente y genuinamente original. No se trata del habitual reacomodo y escombro de lo ya dado por la tradición. Lo que nosotros registramos consigue aquí su revitalización; su relanzamiento y arrojo más allá de donde se había llegado antes y coincidiendo con ello en su actualidad. Reconocemos en esta cohorte una poderosa apertura a lo nuevo, más abierta y proteica en su abanico que la que se había dado antes, y apenas reconocida. Una apertura que incluye y acomoda lo anterior y lo hace cohabitar con los estallidos, ya no tan recientes, de eclecticismo y dispersión temática y lingüística.
El fetichismo decimal de nuestro calendario nos empuja a tasar por décadas a las generaciones poéticas. La desesperante exuberancia y abundancia tanto de poetas y “poéticas”, como de escenarios poéticos hace de aquella opción pragmática un recurso fácil y expedito. La arbitrariedad que se antoja inevitable se traslada hacia el sino biográfico, hacia una cuadratura extraliteraria. Muchos se han quejado de ese facilismo dado que al final no hace sino producir paquetes más o menos variopintos de escritores contemporáneos, cuyas similitudes, sintonías o contrastes se dejan para que otros los evalúen, y cuya adscripción y papel en el cuerpo mayor, holista, del colectivo queda sin decir, o sin valorar. Más listado banal de directorio que descripción funcional de un organismo, el proceder mecánico basado en décadas se ha tomado como un mal pero necesario principio. Lo decía bien Sánchez Robayna al insistir en “la inutilidad de un método que carece por completo de eficacia crítica cuando solo sirve para ocultar lo que distingue a un poeta, esto es: su personalidad, su singularidad”. Creemos que esa singularidad se da en cada poema, y apreciar el cuerpo único y constelar de cada obra individual es agua de otro canal.
Por esa razón, sin caer en el escaqueo común de, en consecuencia, hablar de constelaciones de singularidades, o manojos de individualidades inclasificables, frente al grupo de poetas que hemos seleccionado queremos en esta ocasión proponer que no hay dislate en ubicarlos, por los rasgos y el sentido de sus obras, en un espacio generacional laxo discernible más allá de lo puramente cronológico. Lo que hemos hecho aquí es usar el prestablecido criterio de una década, pero le hemos quitado trancas y lo hemos ampliado y adecuado para delinear la percepción de un cuerpo de obras que, conforme avanzamos en la lectura, fue confirmando para nosotros su cohesión y corporeidad. La convicción que tenemos ahora es que, sin reificar ni ontologizar banalmente, hay algo que aglutina y da núcleo y masa común al trabajo poético de los nacidos entre circa 1950 y circa 1963. Y que si nos movemos tanto hacia atrás como hacia adelante deja de percibirse esta cohesión.
Aventurando un inicio de explicación digamos que ese algo tiene que ver precisamente con el poetry boom registrado por la Asamblea de Zaid. La ruptura del monopolio del acceso a la palabra y a los prestigios poéticos de las élites cultas del D.F. y de las otras pocas capitales culturales del espacio mexicano, así como el de la UNAM y unas cuantas universidades más es un hecho. Otro elemento inmediato digno de mencionar para ir entendiéndonos es la irrupción (de las sonoridades) del poema en la vida de la clase media, a través de la cultura y la contracultura de masas de los jóvenes. La hibridación de Dylan Thomas con Bob Dylan, de Rimbaud con Patti Smith, de Machado y Hernández con Serrat, de Leonard Cohen con García Lorca que viajó hacia nosotros codificada analógicamente en LPs, como lo demuestra Sombras del rock, el actualísimo libro que algunos querrán llamar tardío y que por fin escribió Carlos Mapes, un minero irlandés naturalizado mexicano. Para retomar la perspectiva de la otra antología, diremos que lo que en México pasaba resonaba también en los espacios tomados por los ocupas británicos, esos squatters que saltaron de la ventana en la que los había arrinconado Eliot y se pusieron al centro de la escena punk, y más allá. Intuimos además que esta realidad diversa, o Sudd, no se limita sólo a México sino que se extiende y dispersa por muchas otras regiones poéticas, pero dejamos su confirmación en otras manos.
La experiencia colectiva, tan difícil de abordar y acorralar por sicólogos y sociólogos, suele dejar marcas más claras en la poesía, y los poetas nacidos hacia las dos puntas que marcan nuestras dos antologías no son excepción. En el caso de México, algún crítico intentó distinguir en dos oleadas a la generación poética signada por el año fatal de 1968. A la cabeza de la segunda oleada puso la atractiva figura (y poesía) de José Carlos Becerra. Sería más o menos la generación que González de León enmarcó bajo los paréntesis decalógicos de los 1940 y 1949 ( que incluye entre otros a Jorge Aguilar Mora, Francisco Hernández, David Huerta, Elsa Cross, Antonio Deltoro, Gloria Gervitz, Marco Antonio Campos, Orlando Guillén y Jaime Reyes). A estos poetas les tocó vivir el quiebre, la guerra generacional auténtica en la que un régimen autoritario y patriarcal mandó matar a sus hijos para conservar su falsa ilusión de bienestar y progreso. A quienes seguimos nos tocaron los efectos más distantes, mediados y brumosos de ese trauma. Aunque no está claro que esa generación de los cuarenta tenga una solución de continuidad con este Sudd que nosotros exploramos, nos parece patente que conforme avanzan los años de nacimiento de los poetas leídos, la experiencia de la multiplicidad y del desorden cultural, la diversidad y el “descontrol demopoético” (el baby poetry boom) se van acelerando. Para cuando aparecen libros emblemáticos como El pobrecito señor X o Medio de Construcción, Peces de Piel Fugaz o Tierra Nativa, Lotes baldíos o Poemas al desconocido / Poemas a la desconocida, la onda de choque que detectó el sismógrafo zaideano ya estaba instalada en nuestro entorno.
Que exista esta oleada o marasmo generacional a la que nosotros ubicamos en el Sudd no debe asombrarnos, si la enmarcamos en las transformaciones de la experiencia vital común de quienes nacieron en los años cincuenta, o en los tempranos sesenta, una experiencia de cambios culturales poderosos y desplazamientos importantes en las sensibilidades. A cada cohorte de poetas le corresponde un gajo de tiempo y de lugar del cual tiene que dar cuenta. Tiene que vivir ahí y usar el arte para registrar y transmutar la experiencia de estar (o haber estado) y vivir (o haber vivido) esa circunstancia. Cada generación de poetas es responsable (a sabiendas o no) de marcar y demarcar la fenomenología de su paisaje (esa rebanada del pastel espaciotemporal). Lo que es (o fue) nacer, crecer, socializar, quedarse o trasladarse, ligar o irse, trabajar, sufrir, crear o destruir en un ámbito común atravesado por aires y miasmas de los tiempos. Debe pasarlo a palabras capaces de afianzar la experiencia (del modo que lleguen a hacerlo, con los recursos y talentos al alcance) para catapultarla en el espacio y el tiempo, hacia otras regiones y otros futuros. La experiencia, los granos finos de la sensación de vivir, sólo se filtra al sensorio del poeta en un tiempo y lugar, que en ocasiones se desparrama por varias geografías, y es desde ahí, desde la reacción individual, desde donde se despliega el registro, con las palabras tensadas para ese fin, de la poesía. Dicho en otras palabras, que el Quijote de Pierre Menard, por más que caiga exactamente en las mismas palabras que el de Cervantes, nunca podrá significar lo que significó, y lo que resignifica ahora, el libro y su experiencia originales. La puntualidad cronotópica, por decirlo de una manera cursi, es indispensable para la actualidad y reactivación de cualquier obra de arte.
El Sudd y cómo lograrlo (o sus cohortes generacionales)
 Este amasijo generacional ha sido reunido de una manera u otra unas seis o siete veces, pero nunca en el Sudd que aquí trazamos. Ya dijimos arriba que el ejercicio que le dio acta de bautizo fue la mencionada Asamblea de Gabriel Zaid (1980). Una mayoría de los más de 600 poetas inventariados ahí nacieron después de 1950. Con Zaid, como ya dijimos, se diagnosticó con realismo y espanto la llegada del poetry boom. El endeble título de “Generación de 1950” fue usado por Arturo Trejo Villafuerte al escribir sobre los poetas jóvenes en varias ocasiones a principios de los ochenta (un verso memorable de él mismo resume su posición romántica y ginsbergiana: “quizá no eran las mejores mentes de mi generación, pero lo parecían”). Una evaluación lúcida y precoz del desarrollo temprano de esta cohorte poética la realizó Jaime Moreno Villarreal en el cuarto capítulo de La línea y el círculo (1981). Coincide de inicio con Zaid: “Decir si son buenos escritores ha sido muy difícil; por lo pronto se sabe que son muchos”. Y concluye después de repasar algunos intentos de criba y selección de los mismos que “la evidencia más importante de toda esta dispersión es que ya no hay posibilidad de reducir la creación literaria a dos o tres jóvenes promesas, futuros herederos del reino de la pluma”, como habrían deseado algunos nostálgicos, incluido Zaid. El resto del capítulo de Moreno Villarreal se dedica a desarticular inteligentemente los dos polos en conflicto en los que se trataba de acomodar la poesía escrita en México en ese periodo, incluida la de los más jóvenes. “Cultura contra caos, según una perspectiva, frescura contra cultismo, según otra”, dejando claro que se trataba de una pelea de los mayores (alineados con o contra Paz); entierro en el que los poetas más jóvenes en realidad no tenían ninguna vela, por muchas razones, pero sobre todo por las patentes mutaciones de temple, circunstancia y entramado cultural. La dicotomía simplemente no era útil, por más que Roberto Bolaño de un lado, y Roberto Vallarino del otro, insistieran en trenzar sables en una playa abandonada. Muchos tardaron años y hasta décadas en darse cuenta de lo que Moreno Villarreal nítidamente describió. Algunos siguen en ese vano empeño, que si no fuera ridículo sería patético.
Otra intervención temprana en la valoración parcial de este Sudd es la antología Palabra Nueva (1981) de Sandro Cohen. Siguieron otras antologías como Poetas de una Generación, 1950 -1959, de Evodio Escalante (1988), Ávidas Mareas de Alejandro Sandoval (1988), La Sirena en el Espejo, de Víctor Manuel Mendiola, José María Espinasa y Manuel Ulacia (1990), La Rosa de los Vientos de Francisco Serrano (1992), Poesía Joven de México de Susana González Aktories, y en inglés Reversible Monuments de Michael Wieger y Mónica de la Torre y Connecting Lines, New Poetry from Mexico de Luis Cortés Bargalló, estas últimas, quizás porque su público es en otra lengua y en otro espacio cultural, las más interesantes. La antología más reciente que arranca con esa supuesta o aberrante generación “de los cincuenta” es Vientos del siglo, de Margarito Cuéllar, acompañado de Meléndez, Boone y Lamas, un volumen tan recargado de nombres, admiraciones y sesgos como escaso de argumentos e incisiones. En revistas han también aparecido recortes generacionales y ensayos críticos de los nacidos en los cincuenta. Samuel Gordon, Mario Calderón, David Huerta, Eduardo Langagne, Eduardo Mosches, Héctor Carreto, Alí Calderón, entre otros varios han arriesgado contribuciones. Como mencionamos al principio, un dato no por curioso reivindicable es que en casi todas las labores de análisis se tienda a cortar y disolver la masa o fragmentación poética de estas cohortes sin mayor titubeo, ya sea como secuela de la generación previa, o como preámbulo de la subsecuente. Efectos, ya vimos, de la invisibilización de 1982 y el enmascaramiento de este Sudd.
Hay entre los poetas de alrededor de cuarenta años la impresión de que ellos recién ahora, con su obra, sacan a la poesía mexicana de un fango de torpeza tradicionalista. Esperamos que la lectura de este libro los convenza que no es así. La impresión que impera quizá se deba a que no han tenido acceso a los libros de los poetas que aquí incluimos, o a que suponen que una mirada cancelatoria abre un prístino y resplandeciente espacio inaugural. Esa mirada interesada típica de colonos arribistas es poco fiable como se sabe. Con este libro combatimos la idea de que entre dos poetas respetables como David Huerta (1949) y Jorge Fernández Granados (1965) media una generación gris, de transición, en la que solo es posible (como querían los mayores) destacar dos o tres nombres de la masa o arrinconarla en una penumbra de casposo medio pelo (como quizás quieren algunos de los recién llegados); repetimos, esta noción es lamentable y errónea. De hecho hace no mucho un lanzado e incauto lector juvenil quiso dar por cerrada la contribución de los poetas nacidos en los cincuenta y sesenta tempranos, afirmando que poco tendrían en el futuro que añadir a sus obras ya escritas. Vaya pues este Sudd para desmentir muchos de esos prejuicios, y poner verdaderamente en relieve las contribuciones de los poetas actuales. Entre la producción de Elsa Cross y la de Julián Herbert (por mencionar solo dos de sus extremos) no hay como se cree un llano de medianías, sino un inmenso Sudd que vale la pena recorrer y atravesar. Quienes en él se adentren hallarán un conjunto potente, proliferante, y por lo mismo perturbador del ánimo adormilado. Es hora de volver a nuestro punto de partida, para ahora sí salir de ahí.
(…)