lunes, 26 de octubre de 2009

Nombrar el Tiempo




Notas sobre la obra de On Kawara

Días

Los días
(Philip Larkin)

¡Para qué son los días?
Los días son donde vivimos,
Vienen y nos despiertan
Una y otra vez.
Son el marco de nuestra felicidad:
¿Dónde más podemos vivir sino en ellos?

¡Ah! Resolver esta pregunta
Hace venir al cura y al médico
Con sus largos abrigos
Corriendo por los campos.

(traducción de Brian J. Mallet)

Vivimos los días sucesivamente uno tras otro, y sin embargo nuestra aprehensión principal de ellos no es la de una cadena, la de una serie; o por lo menos es una aprehensión que resistimos. El poema de Larkin captura claramente el origen de esta resistencia. Los días no los vivimos (o no nos gusta vivirlos) como repeticiones, como clones sucesivos de lo mismo y lo mismo. Los días son espacios a los que llegamos, llenos de sorpresa, al despertar. Abren con su brisa matinal un haz de posibilidad que nos asombra; nos alegra o agobia el espectro, pero siempre en el fondo agradecemos la posibilidad de la renovación. El “I am still alive” que marca Kawara en sus telegramas nos llega con la irrupción del yo en el día. En los días, en cada uno de ellos circulamos rodeados por objetos, por pasillos que contienen aires y personas, por muros, o por espacios abiertos, buscando acomodarnos. Al final el día se cierra; cierne sobre nosotros oscuridad y cansancio y nos ofrece su límite, unas veces atrayente otras repulsivo. Podemos negociar el instante de cierre, y hasta podemos desvanecerlo artificialmente pasando de un día a otro sin discontinuidad. Pero el cierre llega. El espacio inaugurado al despertar es cancelado y con ello individualizado. Ahí quedó, lleno de impresiones claras o difusas, lleno de “experiencias” singulares o banales, el día. El día, nos dice Larkin, es un contenedor: contiene los átomos de nuestra vida. La vida como una colección de días-isla que vamos visitando sucesivamente. Otro poeta, el alejandrino Cavafis, nos legó otra imagen inolvidable sobre nuestra situación ante los días.

Velas
(Constantino Cavafis)

Los días futuros se yerguen ante nosotros
como una hilera de pequeñas velas encendidas,
iluminadas, tibias, vivas.

Quedan atrás los días pasados:
una triste línea de velas consumidas;
aún humean las más cercanas.
Velas frías, derretidas, deformes.
No las quiero ver, me entristecen sus formas
y me aflige el recuerdo de su primera luz.
Veo hacia delante, a mis velas encendidas.
No quiero tornar al pasado,
No quiero estremecerme al verlo.

Qué rápido se alarga la línea sombría;
Cuán pronto se multiplican las velas extintas.

(traducción Cayetano Cantú)

Esta imagen nos confronta con la angustia metafísica del paso del de la vida y recalca lo que a mi modo de ver es la razón por la que nos gusta nombrar, singularizar, a los días. La hilera de velas apagadas asusta. La hilera de velas encendidas, a su manera, también. Si nombramos -con nombres propios- cada vela, o algunas de ellas, las podemos apartar de la indefinición de la serie, distinguirlas y privilegiarlas. El calendario occidental, que hoy se acerca continuamente a ser el calendario común de todos los hombres, es un dispositivo espectacularmente eficaz para individualizar los días. Para darle a la vez forma a la malla subjetiva de su conjunto (con base en las regularidades objetivas de la astronomía) y para permitirnos señalar, marcar, destacar un día especial, u otro; cercano o distante; conocido o desconocido. Llamamos fecha al nombre de cada día. Estamos habituados a ese sistema de notación. Hoy es el 4 de septiembre de 2005. Yo nací el 24 de julio de 1957. Colón llegó a América el 12 de octubre de 1492. Esta manera de nombrar nos resulta obvia y sin problemas. On Kawara ha encontrado una manera de desestabilizar esa obviedad. Usa los nombres de los días para hacernos sentir la sorpresa de que los días tengan nombre, de que conozcamos y utilicemos las fechas para conocer y vivir nuestras vidas. ¿Qué es una fecha? ¿A que refiere ese nombre? Es un nombre propio que reifica un lapso. Le da la solidez que necesitamos que tenga para que nos contenga. Se trata de recortes artificiales. Un día fechado no es un conjunto de segundos especifico. En México D.F. los segundos del día de hoy son otros que en La Paz, Baja California; y los de la Paz, Bolivia son bien otros (aquí asumo que hay algo así como la simultaneidad; que por cierto es una asunción indispensable para la Bolsa de valores mundializada y por la guerra tecnológica mundializada). Un día fechado empieza y termina varias veces. Si nos ponemos muy finos y astronómicos, hay tantos 4 de septiembre del 2005 como latitudes en el planeta, es decir 360. La convención es que sólo haya 24. Algunas pocas fechas completas (que incluyen día del mes y año) nos convocan a todos. El 11 de septiembre del 2001. El 20 de julio de 1969. Otras a ciertas naciones o grupos. Día de la independencia. Día del triunfo. Días de nacimientos o muertes de próceres. Hay días que sólo nos atañen a unos pocos. Para esas fechas tenemos a menudo frases hechas, que son apelativos móviles. El día en que nací. El día en que lo conocí. El día en que nos separamos. El día en que mi padre murió. La importancia emocional de los días que esas frases resaltan las han convertido en señalizadores de momentos cargados.
Recientemente comencé un ejercicio de extraer poemas de la red usando señalizadores y el buscador google. Aislando y uniendo lo que la gente escribió inmediatamente después de “el día que mi padre murió” apareció el siguiente texto que podemos llamar un poema encontrado:

El día que mi padre murió
me quedé vacía por dentro. Desde entonces
yo sabía que algo distinto había en el aire. Mi hermana
él estaba predicando la palabra de Dios a los misioneros.
su apartamento fue saqueado por Margarita
la sirvienta cambió las chapas de las puertas
y los dos o 3 que le siguieron, me di cuenta de muchas cosas
me quedé vacía por dentro. Desde entonces

(búsqueda google 6 de junio 2005)

Tenemos entonces maneras alternativas al nombre propio por señalar los días. Así como a las personas, podemos designar a los días a través de vínculos emocionales. Cierta persona es “tu mejor amiga”. Cierto día es “cuando me cambié a vivir con ella”. On Kawara pinta fechas: esto es nombres de días, y los pone en contextos varios para que esos nombres signifiquen. Además de abrir flechas referenciales “objetivas” a días específicos, crea o posibilita flujos emocionales. La aprehensión de Cavafis ante las velas apagadas puedes surgir también ante una fecha. La primera reacción de un amigo mío ante un cartel de Kawara fue: ese día cumplió trece años mi hermanito. El algoritmo del calendario puede arrojar al azar fechas. 11 de febrero 1908. 23 de noviembre de 2021. Ver ciertas fechas en distintos momentos puede dejarnos fríos por indiferencia o dejarnos fríos de susto. Kawara nos obliga a reaccionar y hacernos conscientes de la reacción. Apagadas y humeantes o prendidas y atrayentes, sus fechas pueden ser nuestras fechas. La muletilla reciente de concretar la referencia a los actos terroristas con el nombre del día 9/11, 11 de marzo, 7 de julio, parece de algún modo subrayada, ironizada, anticipada por Kawara.
Las fechas que nos imparten son nombres propios de espacios de vida; de espacios de nuestras vidas solos y acompañados. Lo que Kawara pone de relieve es que el calendario es una trama, una gramática colectiva que nos localiza y orienta en la indefinición odiosa y pasmosa del tiempo cósmico. Para vivir el tiempo lo parcelamos y damos nombre a las parcelas. On Kawara materializa fechas y nos las ofrece como gesto que invita a reconocer la extrañeza, la artificialidad y la magia que hay en nombrar días, y meses y años.
El 16 de enero de 1974 fue un día que viví. No quedan de él rastros en mi memoria. Guardo mis agendas desde que tenía 20 años. En 1974 no tenía agenda. Para buscar ese día puedo ir a la hemeroteca y ubicarme en lo común, o rastrear signos míos en la agenda de mi padre. Ese objeto que pertenece desde su muerte a las cosas huérfanas, vaciadas de sentido. Si encontrara algo en esa agenda que me dijera a mi algo de mi día 16 de enero de 1974 ese papel fechado reviviría un poco, adquiriría una nueva orientación. Normalmente, casi nada nos dicen las agendas ajenas: nos presentan con fechas y con las marcas de otras intimidades. Pocas veces sabemos extraerle algo más que la sensación de misterio y, si somos honestos, voyeurismo morboso. A veces he comprado agendas viejas, usadas, en mercados de pulgas, atraído por ese pasmo y curiosidad ante lo ajeno. Mientras más añeja la agenda y más esotérica la letra y las referencias, más atractiva sensación de robo: un fallido robo de tiempo. Estoy convencido de que hacer historia es siempre intentar robar el tiempo de otros, los días de otros. Salir de la condena de nuestros días. El gran poeta sirio Adonis en su poema sobre los días escribió...

Los días
(Adonis)
Tengo los ojos cansados de días,
cansados no obstante los días...
¿Debo acaso intentar atravesar
muro tras muro de días
en busca de otro día?

¿Otro día... acaso hay otro día?

(basado en las traducciones de Pedro Martínez M. Al español y Samuel Hazo al inglés)


Años

También los años tienen nombre propio. Como el de los días, el de los años es convencional, e intente atar las sordi-ciegui-mudas regularidades astronómicas con nuestras vidas, y con las vidas de nuestros colectivos. Hay un cambio de escala, y por tanto de ámbito subjetivo, al enfocar en años y no días. Yo nací en 1957. Escribo esto en una laptop que se sacó mi mujer con comprando supersticiosamente el 57 en una rifa. Entre todos los amigos nacidos en 1957 tenemos una complicidad aparte, basada en ese fetiche. Hay años marcados como hay días marcados. Además de los históricos comunes, cada uno tenemos nuestra lista personal de años con densos, preñados de sentido.
Tenemos menos habilidad para manejar cantidades grandes de años que para hacerlo con días. On Kawara nos confronta con un millón de años. Con los nombres impresos y ordenados de un millón de años. Materializa un millón de años. Eso ya en sí es una ofrenda a la percepción. Nadie es capaz de contener la noción clara y distinta de un millón. Un millón es una compactación monstruosa. Tres silabas que nos ayudan a ignorar, a pasar por encima. Francis Galton aprendió a imaginar un millón contando las flores en varias millas de una avenida compactamente floreada. ¿Qué es un millón de años? Homo sapiens tiene menos tiempo que eso sobre la tierra. Ningún humano -creo- alcanza a aprehender la edad de la especie. Un millón de segundos son once días y medio. Podemos vivirlos pero nunca individualizarlos. Ni Funes el memorioso alcanzaría esa hazaña. Darle un nombre distinto e identificar a los segundos contenidos en once días de experiencia. ¿Podemos acaso, con esfuerzo, individualizar horas? Un millón de horas son poco más de 114 años. Pocos viven un millón de horas. ¿Cuántas de ellas de ellas se podrán singularizar? ¿Cómo recibimos la masa impresa, compacta de un millón de años? El artista nos pone los andamios al agrupar siglos y décadas. Pero en esa inmensidad uno busca tierra conocida. Yo busqué instintivamente los nombres de los años en que he estado y -quizá- estaré vivo.
Los historiadores suelen poner entre paréntesis las cotas de la vida de un personaje al que mencionan: (1811-1884), (1751-1803), (1023 AC- c.971 AC). Generan la impresión de que las vidas están contenidas en el recipiente que indican y conforman esos bordes.
Mi acción ante la pieza fue, tal vez, buscar el espacio texturizado en el texto de mi recipiente. 1957-2026 ó, con suerte 1957-2036. Esa duda: el año de mi muerte me abrió al susto de Cavafis ante la fila de velas encendidas reduciendo su numero inexorablemente. Defensivamente volví a lo apagado, humeante o no. Los nombres de años que ya tienen referente: 1966, 1968, 1987, 1992, 1998, 1999... Pasando el umbral de hoy, exploré la zona indefinida de las décadas 10 y 20 de este siglo ¿estaré vivo en 2029? Otra vez los impactantes telegramas de On Kawara con la obsesiva frase “I am still alive” cobran una vida, un pálpito especial en este espacio interrogante. Sé que no estaré vivo en 2070 pero quizá haya una penumbra mía aún en la memoria de alguien. ¿Y luego?: La despiadada inmensidad.
“Dentro de un millón de años nadie será famoso” solía decir en nuestra juventud mi amigo melancólico Armando para desarmar los gestos vanidosos de más de uno. Y cuando digo nadie, decía, incluyo a Paz, a Wittgenstein, a Voltaire, al mismo Newton... Quizá ni Cristo ni Mahoma tendrán ya lugar en los libros de primaria. En un millón de años más habrán vivido y laborado más de 40,000 generaciones de seres humanos. ¿Qué perfil tendrán nuestros juicios, valores, hazañas, logros? Nuestras obras maestras habrán sido opacadas , enterradas bajo capas y capas de nuevas y geniales obras. De un millón de años sólo brillan para el común de nosotros unas cuantas décadas.
Al materializar un millón de años Kawara efectúa otra tarea sutil que encuentro sorprendente: extirpar, para decirlo así, del inconsciente personal y colectivo la trama del tiempo profundo. Esta confusa y difusa vivencia de estar sumergidos en el fondo de una inmensidad espacial en el que, también, estamos sepultados. Kawara refiere y expone esa inmensidad en el mismo acto. Al evidenciar su origen primigenio y convencional, objetivando algo subjetivo, nos obliga a enfrentar la trama del tiempo no en lo amorfo de la intuición irrealizada, sino en la concreción ineludible: Nuestra condena temporal encuadernada.
La astronomía nos da los ciclos y recurrencias a los que la vida se sincroniza por medio de ciclos circadianos, ciclos vitales, o rondas espirales. El calendario tatúa esos ciclos, intenta fijarlos como entomólogo con la magia del designador rígido. Hay quizá una intención benévola, apaciguadora, en decir que poseemos una malla ordenada y normada que puede extenderse indefinidamente hacia el futuro y el pasado. Ese apaciguamiento es anulado por el gesto contundente de On Kawara, que nos obliga a confrontar su millón de años.
Termino como empecé, con un poema. Éste de Octavio Paz, que no será famoso dentro de un millón de años, pero lo es, merecidamente el 4 de septiembre del 2005.

Hermandad
Homenaje a Claudio Ptolomeo

Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en ese mismo instante
alguien me deletrea.