martes, 31 de julio de 2007

Tensión Superficial: reflejos sobre "Básicamente" de Claudia Rodríguez Borja


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Cuando sueño que vuelvo a la infancia sueño con agua verde, densa, detenida; agua de tez brillante, lenta, envolvente como el azogue. Mi piel si acaso la roza con dedos de mano o pie y su pátina responde con ondulaciones. Apenas hay sensaciones táctiles; todo es visual, titilante y pleno como el material de la flama.
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El agua no se acomoda a su cuerpo. Aún si quieta se mueve microscópicamente tratando de descansar –uniformemente—sobre todas sus moléculas. Aún el mar es estrecho para la ambición de planicie del agua. Empuja, embate siempre ante la estrechez de los cantos. Toda orilla es prisión.
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Yo vivía cercado por pantanos. En toda dirección que un niño errara, un brillo verde, oscuro, amenazante en su silvestre ubicuidad, aparecía de pronto entre los tallos. Inmóvil tensión a veces rota por un insecto o una rama quebrada. Tersura preñada y viva de las aguas dormidas que me obligaba a detenerme, a mirar fijamente las mínimas ondas sobre la superficie, sus oscurecimientos graduales, e imaginar lo insondable...
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El agua fluye aunque esté quieta. Tiene ansia de huecos y los hace y luego los llena y al hacerlo los hace y nunca acaba. Se rebela ante la quietud que le imponen los vasos y el vacío.
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Yo siempre debía dar marcha atrás... ese caprichoso encharcamiento era el inicio –que podía estar en cualquier sitio– del pantano y el fin de nuestro dominio. El agua en su ubicuidad y sus mutaciones marcaba nuestros umbrales, estremecía nuestra imaginación.
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El agua se aferra a los bordes, se cuelga de ellos. Aún dormitando no deja de adherirse a los lindes como para no olvidarlos. Las curvas, los meniscos que engendra son el despeñadero de la luz.
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Cuando la infancia vuelve por los poros del sueño el agua verde se ha adueñado de todo. Su cuerpo de musgo y de iguana y de humo se ha desbordado sigiloso, ha seguido creciendo --como si la lluvia no cesase ya nunca allá en la sierra-- y silencioso y ávido durante las noches ha ido colmando con su derrame suave todas las ranuras y los intersticios, engullendo los prados y senderos.
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Aún cuando se congela el agua deja orificios entre sus tendones para que fluya el aire y su rumor le recuerde la holgura de la danza, de la distensión.
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A veces me engulle a mí. Estoy sumergido en ella y floto como en un amnios tibio, miasmático, inquietante. Estoy embalsado, embalsamado y no me atrevo a abrir los ojos.
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La gente las construía con esfuerzo. Las usaba un verano, dos. Mudaba la moda. Las abandonaban. La selva y el pantano las reclamaban. Se iban cubriendo de algas. De ramajes y frutillas. Se pudrían. Engendraban renacuajos de rana y sapo, e insectos inverosímiles de largas y elegantes patas que casi volaban sobre su superficie trazando con su estela una caligrafía de brillo y sombra que alguien tendría que descifrar.
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Ciénaga. Tremedal por sus trémulos tentaleos. Buedo. Budial anegado con aguas que brotan perennemente por toda su extensión como sucede en la marisma de Tartosa donde los llaman Ullals como si dijeran ojazos. Tierra que con la demasiada agua y humedad. Frontera fantasma de la luz. Las bocas del cielo por donde sobresale el agua.*
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Quedaba la inminencia de las superficies, de la transparencia que se les adhiere como limitando el peso de la atmósfera, como indicando una frontera para la luz hecha de frondas inefables.
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Superficies que son solo eso: superficie. Antes y después que nada, eso: superficie. Tez. Dos dimensiones preñadas, tensas, que quieren brotar, bullir.
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Quedaban los tránsitos, las pátinas perplejas y tensas cercanas a las transiciones de estado.
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Superficies donde la luz es parte de la trama. No está atrapada. En todo caso alada, halada.
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No son un medio para ver a su través ni para contener algo. Ni siquiera detienen la mirada. No reflejan. No reflexionan.
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Muy lejos del espejo o del estanque que lo imita. Ni hondonada donde se quedan varados pedazos de meteoros: ni cielo, ni luna, ni auroras boreales.
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Ninguna función intermediaria. Ni cedazo ni cuña. Superficie que te enfrenta sólo en cuanto superficie. Cara del agua que ya no es agua.
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Hablo de lo que desvela la calidad detenida, atenta, de la observación minuciosa de las superficies; lo que está ahí pero nadie atiende. Lo que se graba en el subconsciente: los brillos, los resplandores, la sensualidad de las pátinas. De los espejos de agua que hay en todo lo quieto.
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La atención adivina lo que la confusión de brillos refracta. Hay un mundo que se ha pasado por el cedazo y no encuentra ya sus hormas, su organización. Un mundo difuminado cuyas partículas palpitan buscando su reacomodo. El que le damos cuando lo miramos.
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Hablo de aquello que le hacen los sueños al recuerdo. Esa desnaturalización, purificación, destilamiento, que los deja flotando inaccesibles, desvaneciéndose a pesar del gran deseo de contenerlos. Como sombras de aves a lo lejos en el ocaso oscuro. Como mementos de cal sobre una muralla blanca.
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Sí: el sueño a veces hace lo que estas imágenes hacen. Mejor decirlo así, que caer en la torpeza de decir que estas imágenes tratan de hacer lo que hacen los sueños o la memoria.
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Cuando sueño que vuelvo a la infancia sueño con agua verde, densa, detenida; agua de tez brillante, lenta, envolvente como el azogue.
* inserciones tomadas del Diccionario de Voces Españolas Geográficas.

lunes, 30 de julio de 2007

Esfera/burbuja

Aparece un día una esfera de luz sobre un césped verdísimo. El contraste de sus brillos etéreos contra el verde más vivo te deslumbra, atrapa, subyuga. No te imaginas que pueda ser tuya y volteas a todos lados esperando ver aparecer a su creador, quien inopinadamente la habría dejado descansando ahí. No está por ningún lado. Concentras tu atención en la esfera. La belleza y la sobrenaturaleza que descubres te inquieta tanto que sientes que hay algo sutilmente amenazador en tus sensaciones, como si un equilibrio imperceptible pero vital estuviese a punto de romperse. Tratas de echarte a andar ignorando la imponente presencia de la esfera (que todo el tiempo ha estado cambiando mínimamente, hermosamente, como sincronizada a tus emociones, como intentando halarlas, alarlas hacia una aurora boreal que sólo con lo más fino de tu alma presientes) y no lo consigues. No mueves ni un músculo salvo los oculares, que usas para centrar tu fascinación. Un ruido te distrae, volteas momentáneamente a otro lado y eso basta para que ya no esté. Pasas varios días recordando con tristeza aquella bocanada de belleza. La emoción al principio intensa se diluye día a día dando su sitio a la nostalgia. Ya casi la olvidabas cuando se te presenta de nuevo, sin aviso, flotando cerca de ti mientras conduces rumbo a casa. La reconoces y reconoces cómo tu cuerpo empieza solito a orientarse con ella, hacia ella. Cómo tus cartílagos más finos se vuelven tentáculos flotantes bajo sus iridiscencias. Cómo tus arterias confunden el adentro y el afuera, la lluvia y la respiración se vuelven la misma cosa y tu piel se vuelve una pantalla de once dimensiones para reflejar esa luz quintaesencial. La duda sobre el sentido de venerarla se diluye al tiempo que crece como una sombra enorme la otra duda; la que quita fundamentos a la acción exterior. Descubres que la esfera es una burbuja en la que puedes penetrar, es un planeta gaseoso al que puedes caer infinitamente sin tocar fondo. No traspasas ninguna membrana pero hay un instante en el que ya no hay partícula de tu cuerpo que no esté hechizada. Lo que ves, sientes, hueles, palpas, oyes, pruebas forma un concierto que te desconcierta al robarte la voluntad. Para estar ahí adentro de cuerpo y alma se deben desordenar tu cuerpo y tu alma históricos. Otra distracción instantánea hace dispersarse la burbuja como diente de león soplado por una racha impetuosa. Estás de nuevo al volante, rumbo a casa, desordenado, queriendo saber si hay algo real en lo que acabas de vivir. Otra vez los días de un recuerdo al principio vívido e intenso que se diluye y transmuta en tristeza. Y la esfera o burbuja otra vez vuelve. El ciclo se incorpora al devenir con unafrecuencia impredecible (a pesar de los lunes). Hay conos, deslizamientos, topologías que inducen una inevitable cadencia, un desplazamiento. La emoción y sus intensidades crecen y cada vez tu cuerpo y el cuerpo mágico en el que entras se confunden un poco más. Cada vez la ruptura repetida y esperada del encanto causa un daño mayor, un temor más claro, un deseo de control que te desvíe del abismo que empiezas a distinguir detrás de las brumas esperanzadas. Cada vez formulas preguntas más agudas, que empiezan a dañar la frágil fuente de la esfera. Cada vez entrar es más incitante, adictivo y, por la repetición, se potencia la lucidez del dolor. El dolor es lo que está siempre en la capa más básica del corazón. La esfera no tiene fondo pero tiene pequeñas borrascas, grumos de tempestad. Y tiene voz. Y se queja de que no quieras quedarte. Pero no sabes si lo quieres. No es algo que se pueda formular en el idioma de las opciones racionales. Así, pasan días y días en los que finges no escuchar esa voz. En los que quisieras que la historia no avanzara. Que estuvieses por siempre en ese umbral mágico en el que descubriste que tus átomos podían resonar milimétrica y bellamente con los deslices coreográficos de la esfera. Quedarte flotando en el punto de no regreso, sin avanzar, sin retroceder, oliendo, sintiendo, escuchando, gustando, admirando esa piel otra en la que tu piel se fundía casi, ese remolino otro que ya casi eras tú. Pero las historias avanzan. Los filos profundizan su daño. Las fuentes de la belleza se van resintiendo por la recurrencia. Ayer saliste por lo que dijiste era la última vez. El recuerdo vívido se arremansa y se transforma en líquida melancolía. Despiertas de tus ensueños a cada rato imaginando que la esfera ha vuelto y ahora sí te quedarás en ella. No sabes, no puedes saber si lo harás. Te resistes a la cobardía. Te resistes a ladicotomía. Has elegido el orden anterior y no puedes justificarlo ante tu cuerpo. Sólo ante la línea narrativa de la que la esfera te apartaba. Sientes la luz a media noche. Un destello entra en tu cuarto desde un origen desconocido. Pálpitos que no sabes si están aquí adentro o allá afuera. Tu corazón es cuenco en el que se apesadumbra la duda.