miércoles, 10 de octubre de 2007

Perdidos

(para Arturo, mi hermano)

Debieron ser las arrugas
"taxidérmicas" de la vieja
que nos habló sin conocernos.
Daban casi las nueve y el ocaso
con sus patas rallaba
las idénticas fachadas
para igual confundirnos.
Las arrugas nos turbaron más
que las hoscas palabras.
Un puente largo se combaba
hacia lo incierto y desde su cima
pudimos ver el río, su larga
lengua de perro, sin distinguir
si iba o venía. ¿Era Chelsea?
A media voz y pasos largos
como quien profana
avanzábamos serios. Tú
habías comprado los boletos
del subterráneo. Yo erré
cuando elegí el andén.
Al salir al descubierto,
gastamos minutos en
descifrar una barroca
zonificación (sur-sur-oeste-13),
en rodear las bardas rojas
de un hospital y una escuela
persiguiendo el perfil
reconocible de una iglesia;
pero era un espejismo.
En el estriado rostro
y la voz burlona de la bruja
distinguimos la tenaza
ya demasiado tarde.
Sin casi hablar, hermano,
empezamos a parecer
aquello con lo que soñamos:
la sincronía perfecta,
los puños relámpagos
de un campeón. ¿Por qué
tenía que haber un cementerio
en el camino?
Porque tenía que haber
un cementerio en el camino.
Cruzarlo fue una hazaña interior,
difusa, indefinida. Y salir
de sus espectros era anhelar
atados al cordel de los umbrales,
era reconocer los atisbos
de lo que un día seríamos:
alacranes o tigres,
nubes o cifras de relojería.
Tomarnos de la mano
y aún decir con la mirada
(quedamente) que teníamos
miedo, era aceptable, sí.
Y salir era buscar la madrugada,
el claro de una acera,
la bendición de un letrero
que convertía un precipicio
en una calle: el viejo
camino a Brompton.

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