martes, 29 de diciembre de 2009
De nuevo Ícaro
En un libro de poemas mediocres, somníferos, y bajo los rayos adormilados de un sol de invierno, encuentro uno, un poema, un rayo en el que un avión cae en picada sobre la gran ciudad. Es un instante, un rayo sin relámpago. Son dos o tres gritos espeluznantes y el estruendo, la compresión brutal de la materia, el estallido, el fogonazo, nanosegundos descritos es líneas súbitas. El seguimiento de las fatales cadenas de causas y efectos, la descripción minuciosa de los fierros licuándose y de los óleos inflamándose y de los cristales evaporándose. Todo impactándose, fundiéndose contra concreto. Viene luego una pausa astuta para saltar de la naturaleza al drama, sesgando el ojo hacia lo aleve e insignificante en términos químicos mas pavoroso para la conciencia primate. Esos kilos de carne grasienta y gramos de sesos con sus jugos y telillas y sus gotitas de vida y dolor, de ternura y horror, desintegrándose en un chispazo, en un rayo, en unas líneas sagaces y súbitas de un poema menor, disolviéndose por siempre en la nada dureza ya sin madre, sin sinapsis, en un nanosegundo de cruel imperio de las leyes naturales sobre el sueño desquiciado de volar.
viernes, 18 de diciembre de 2009
Aterrizaje (en mi niñez)
Al final de un sueño largo y sinuoso comencé a perder la esperanza en la viabilidad y cordura del proyecto en el que estaba embarcado (en el sueño): recuperar al niño que pervive en mí, demostrar ¿o reconstruir? la unidad del niño que fui con el niño que a veces siento que tengo aquí y que ha salido en busca de su estela infantil en un sueño largo y sinuoso. Las escenas del sueño son estas que se escapan, se encadenan y engarzan fusionándose de un modo líquido, delicuescente, delirante, amniótico.
Llego desde siempre al aeropuerto de mi infancia. Caigo, muy suavemente caigo. Ay los aterrizajes: aterrizo. Cunden los ruidos amenazadores del aterrizaje. Las vibraciones. Recorro la pista aterrizando, cayendo suavemente y con los ojos abiertos, penetrantes. Puedo ver las casas alineadas a los costados de la pista. Atravieso con la mirada la opacidad de las persianas y de los muros. Descubro una secuencia de recámaras infantiles que se suceden conforme caigo deslizante, como flotando siempre más cerca de la pista sin aterrizar.
Veo niños y niñas en esas recámaras, en casas distintas, enfiladas, barridas una a una por mi intrusa mirada. Niños y niñas en la intimidad infantil, eligiendo un jinete, un disco, un cuaderno de iluminar, una mascota. Hundidos todos en esa soledad primigenia. Una tras otra las casas pasan hasta que llego a mi casa… y entro a ella, como entra el aire, como entra la mala suerte un día. Me desplazo con el poder afantasmado del sueño. Camino por el pasillo de una casa encantada que reconozco y extraño y desconozco y me extraña. El piso está cubierto por frágiles miniaturas de unos pocos centímetros que no debo pisar. Apenas visibles, son estructuras de hueso viejo, de piedra caliza, de seco migajón de pan, que ceden y se quiebran sin ruido pero con aspereza bajo mi planta. Algo irremediable se derruye y se pierde si me equivoco al plantar el pie. Una joya. Una horca. Un monasterio de termitas. En las paredes están las fotos de mis padres. En cada cuarto que entro reconozco sus muebles. Entro a mi cuarto y está mi infancia concentrada en objetos cargados de emoción, de afecto, de sentido de intimidad. Cosas extraviadas hace milenios y cuya pérdida nunca lloré. Cientos de pequeños duelos congelados al no haber reconocido la hondura que dejó el abandono al desplazarme al futuro. Piedras ovales, carritos, lazos de trompo, cuadernillos… Ahí estoy, entre ellos, desdoblado, conmovido...
El yo intruso sale de la casa y se encuentra al fin en el jardín al niño que fue (que busco y creo ser). Es el niño que he estado atisbando (ahora lo entiendo) en el umbral del reconocimiento, en las instantáneas evanescentes que me rodearon con recuerdos de distintas épocas de mi infancia. París, Mina, Londres… Mas que recuerdos son vínculos de afecto lo que nos une y separa; como una línea de electricidad tenue que está y no está, caprichosamente.
Estoy con el niño que está conmigo. Estamos en nuestra casa de Mina, cincuenta años después. Ahora vive ahí otra familia que ha colonizado el espacio, pero sobrevive un fulgor tímido, como un eco del paso de mi familia, del paso de mi cuerpo infantil y sus emanaciones. Sobrevive una reverberancia de mi intimidad, de mis lejanos afectos.
Veo al niño que fui y soy ahí parado, mirándome, en el jardín. Yo soy su cuidador y amigo (me percato) y me le acerco, no sin temor a estar quebrando malhadado un tabú. Veo acercarse a mí su rostro inconfundible, su mirada vivaz. Sus ojos son estos viejos ojos míos. Su risa al verme es esta risa mía, mil años antes, clara en su pureza. Y lo levanto y abrazo, y es un abrazo único, de fusión, de cercanía total, emocionada, perturbadora.
Mi madre en su vestido alado de veinteañera y en su belleza de madre joven a unos metros me observa y asienta, como diciéndome qué bueno que volviste, Carlos. Carlitos te extrañaba y te necesitaba. Mi padre es una presencia lejana e insistente. Está en la refinería, o de viaje, o en el Complejo, o manejando hacia los campos, o aterrizando, eternamente aterrizando. Puede como siempre estar y no estar ahí, en todos lados.
Y el futuro irrumpe. Y el presente irrumpe. Hay de pronto poetas que celebran la infancia tropical y sus voces son ruido, estruendo en este espacio. Hay una rápida transformación de las habitaciones. La llegada de amigos del futuro pasado. Amigas deseadas a las que abrazo por las caderas incomodándolas un poco. Llega la sensación de una huida del pasado en cascada y del fracaso de la búsqueda de la niñez. Tocar la piel del niño que fui (y ya no sé si aún soy) empieza volverse irreal.
Me asomo a una ventana alta recién despertado y no sé la edad que tengo, la vida que he llevado. Descubro, a contraluz, un pequeño roedor de cola en llamas erguido sobre una barda, y encima de éste, en una rama pelona, un ave gris en reposo. ¿Tal vez un momento de revelación? Y me pregunto averiado, roído, cómo capturar ese segundo que se expande. Pienso en mi cámara y en mi cuaderno más con tristeza que con real deseo de registrar la visión, la huída del roedor, el despegue del ave.
Aterrizajes que no llegan, que no tocan la piel con la que sueñan, que no pueden ser suaves, penetrantes, líquidos y emocionantes, sino que encuentran la dureza de la grama, la extrañeza de lo heterogéneo, su violencia: la cristalización brusca del fósil irrecuperable de la infancia en un ámbar que huye, que se queda atrás, o hundido, o en otra dimensión escabullida, abandonada, seca, inaccesible.
Después de un sueño largo y sinuoso comencé a perder la esperanza en la viabilidad del proyecto en el que estaba embarcado (en el sueño): recuperar al niño que pervive en mí, recuperarme en su inmortalidad.
Llego desde siempre al aeropuerto de mi infancia. Caigo, muy suavemente caigo. Ay los aterrizajes: aterrizo. Cunden los ruidos amenazadores del aterrizaje. Las vibraciones. Recorro la pista aterrizando, cayendo suavemente y con los ojos abiertos, penetrantes. Puedo ver las casas alineadas a los costados de la pista. Atravieso con la mirada la opacidad de las persianas y de los muros. Descubro una secuencia de recámaras infantiles que se suceden conforme caigo deslizante, como flotando siempre más cerca de la pista sin aterrizar.
Veo niños y niñas en esas recámaras, en casas distintas, enfiladas, barridas una a una por mi intrusa mirada. Niños y niñas en la intimidad infantil, eligiendo un jinete, un disco, un cuaderno de iluminar, una mascota. Hundidos todos en esa soledad primigenia. Una tras otra las casas pasan hasta que llego a mi casa… y entro a ella, como entra el aire, como entra la mala suerte un día. Me desplazo con el poder afantasmado del sueño. Camino por el pasillo de una casa encantada que reconozco y extraño y desconozco y me extraña. El piso está cubierto por frágiles miniaturas de unos pocos centímetros que no debo pisar. Apenas visibles, son estructuras de hueso viejo, de piedra caliza, de seco migajón de pan, que ceden y se quiebran sin ruido pero con aspereza bajo mi planta. Algo irremediable se derruye y se pierde si me equivoco al plantar el pie. Una joya. Una horca. Un monasterio de termitas. En las paredes están las fotos de mis padres. En cada cuarto que entro reconozco sus muebles. Entro a mi cuarto y está mi infancia concentrada en objetos cargados de emoción, de afecto, de sentido de intimidad. Cosas extraviadas hace milenios y cuya pérdida nunca lloré. Cientos de pequeños duelos congelados al no haber reconocido la hondura que dejó el abandono al desplazarme al futuro. Piedras ovales, carritos, lazos de trompo, cuadernillos… Ahí estoy, entre ellos, desdoblado, conmovido...
El yo intruso sale de la casa y se encuentra al fin en el jardín al niño que fue (que busco y creo ser). Es el niño que he estado atisbando (ahora lo entiendo) en el umbral del reconocimiento, en las instantáneas evanescentes que me rodearon con recuerdos de distintas épocas de mi infancia. París, Mina, Londres… Mas que recuerdos son vínculos de afecto lo que nos une y separa; como una línea de electricidad tenue que está y no está, caprichosamente.
Estoy con el niño que está conmigo. Estamos en nuestra casa de Mina, cincuenta años después. Ahora vive ahí otra familia que ha colonizado el espacio, pero sobrevive un fulgor tímido, como un eco del paso de mi familia, del paso de mi cuerpo infantil y sus emanaciones. Sobrevive una reverberancia de mi intimidad, de mis lejanos afectos.
Veo al niño que fui y soy ahí parado, mirándome, en el jardín. Yo soy su cuidador y amigo (me percato) y me le acerco, no sin temor a estar quebrando malhadado un tabú. Veo acercarse a mí su rostro inconfundible, su mirada vivaz. Sus ojos son estos viejos ojos míos. Su risa al verme es esta risa mía, mil años antes, clara en su pureza. Y lo levanto y abrazo, y es un abrazo único, de fusión, de cercanía total, emocionada, perturbadora.
Mi madre en su vestido alado de veinteañera y en su belleza de madre joven a unos metros me observa y asienta, como diciéndome qué bueno que volviste, Carlos. Carlitos te extrañaba y te necesitaba. Mi padre es una presencia lejana e insistente. Está en la refinería, o de viaje, o en el Complejo, o manejando hacia los campos, o aterrizando, eternamente aterrizando. Puede como siempre estar y no estar ahí, en todos lados.
Y el futuro irrumpe. Y el presente irrumpe. Hay de pronto poetas que celebran la infancia tropical y sus voces son ruido, estruendo en este espacio. Hay una rápida transformación de las habitaciones. La llegada de amigos del futuro pasado. Amigas deseadas a las que abrazo por las caderas incomodándolas un poco. Llega la sensación de una huida del pasado en cascada y del fracaso de la búsqueda de la niñez. Tocar la piel del niño que fui (y ya no sé si aún soy) empieza volverse irreal.
Me asomo a una ventana alta recién despertado y no sé la edad que tengo, la vida que he llevado. Descubro, a contraluz, un pequeño roedor de cola en llamas erguido sobre una barda, y encima de éste, en una rama pelona, un ave gris en reposo. ¿Tal vez un momento de revelación? Y me pregunto averiado, roído, cómo capturar ese segundo que se expande. Pienso en mi cámara y en mi cuaderno más con tristeza que con real deseo de registrar la visión, la huída del roedor, el despegue del ave.
Aterrizajes que no llegan, que no tocan la piel con la que sueñan, que no pueden ser suaves, penetrantes, líquidos y emocionantes, sino que encuentran la dureza de la grama, la extrañeza de lo heterogéneo, su violencia: la cristalización brusca del fósil irrecuperable de la infancia en un ámbar que huye, que se queda atrás, o hundido, o en otra dimensión escabullida, abandonada, seca, inaccesible.
Después de un sueño largo y sinuoso comencé a perder la esperanza en la viabilidad del proyecto en el que estaba embarcado (en el sueño): recuperar al niño que pervive en mí, recuperarme en su inmortalidad.
sábado, 12 de diciembre de 2009
Egipcia (con mascada de cebras)
La mascada de cebras
La manada de tela
La alambrada deshebras
La masada develas
Llamarada de venas
La balada de Tebas
A mansalva revelas
Arracadas de señas
La manada de cebras
La mascada deshebras
La manada de tela
La alambrada deshebras
La masada develas
Llamarada de venas
La balada de Tebas
A mansalva revelas
Arracadas de señas
La manada de cebras
La mascada deshebras
lunes, 26 de octubre de 2009
Nombrar el Tiempo
Notas sobre la obra de On Kawara
Días
Los días
(Philip Larkin)
¡Para qué son los días?
Los días son donde vivimos,
Vienen y nos despiertan
Una y otra vez.
Son el marco de nuestra felicidad:
¿Dónde más podemos vivir sino en ellos?
¡Ah! Resolver esta pregunta
Hace venir al cura y al médico
Con sus largos abrigos
Corriendo por los campos.
(traducción de Brian J. Mallet)
Vivimos los días sucesivamente uno tras otro, y sin embargo nuestra aprehensión principal de ellos no es la de una cadena, la de una serie; o por lo menos es una aprehensión que resistimos. El poema de Larkin captura claramente el origen de esta resistencia. Los días no los vivimos (o no nos gusta vivirlos) como repeticiones, como clones sucesivos de lo mismo y lo mismo. Los días son espacios a los que llegamos, llenos de sorpresa, al despertar. Abren con su brisa matinal un haz de posibilidad que nos asombra; nos alegra o agobia el espectro, pero siempre en el fondo agradecemos la posibilidad de la renovación. El “I am still alive” que marca Kawara en sus telegramas nos llega con la irrupción del yo en el día. En los días, en cada uno de ellos circulamos rodeados por objetos, por pasillos que contienen aires y personas, por muros, o por espacios abiertos, buscando acomodarnos. Al final el día se cierra; cierne sobre nosotros oscuridad y cansancio y nos ofrece su límite, unas veces atrayente otras repulsivo. Podemos negociar el instante de cierre, y hasta podemos desvanecerlo artificialmente pasando de un día a otro sin discontinuidad. Pero el cierre llega. El espacio inaugurado al despertar es cancelado y con ello individualizado. Ahí quedó, lleno de impresiones claras o difusas, lleno de “experiencias” singulares o banales, el día. El día, nos dice Larkin, es un contenedor: contiene los átomos de nuestra vida. La vida como una colección de días-isla que vamos visitando sucesivamente. Otro poeta, el alejandrino Cavafis, nos legó otra imagen inolvidable sobre nuestra situación ante los días.
Velas
(Constantino Cavafis)
Los días futuros se yerguen ante nosotros
como una hilera de pequeñas velas encendidas,
iluminadas, tibias, vivas.
Quedan atrás los días pasados:
una triste línea de velas consumidas;
aún humean las más cercanas.
Velas frías, derretidas, deformes.
No las quiero ver, me entristecen sus formas
y me aflige el recuerdo de su primera luz.
Veo hacia delante, a mis velas encendidas.
No quiero tornar al pasado,
No quiero estremecerme al verlo.
Qué rápido se alarga la línea sombría;
Cuán pronto se multiplican las velas extintas.
(traducción Cayetano Cantú)
Esta imagen nos confronta con la angustia metafísica del paso del de la vida y recalca lo que a mi modo de ver es la razón por la que nos gusta nombrar, singularizar, a los días. La hilera de velas apagadas asusta. La hilera de velas encendidas, a su manera, también. Si nombramos -con nombres propios- cada vela, o algunas de ellas, las podemos apartar de la indefinición de la serie, distinguirlas y privilegiarlas. El calendario occidental, que hoy se acerca continuamente a ser el calendario común de todos los hombres, es un dispositivo espectacularmente eficaz para individualizar los días. Para darle a la vez forma a la malla subjetiva de su conjunto (con base en las regularidades objetivas de la astronomía) y para permitirnos señalar, marcar, destacar un día especial, u otro; cercano o distante; conocido o desconocido. Llamamos fecha al nombre de cada día. Estamos habituados a ese sistema de notación. Hoy es el 4 de septiembre de 2005. Yo nací el 24 de julio de 1957. Colón llegó a América el 12 de octubre de 1492. Esta manera de nombrar nos resulta obvia y sin problemas. On Kawara ha encontrado una manera de desestabilizar esa obviedad. Usa los nombres de los días para hacernos sentir la sorpresa de que los días tengan nombre, de que conozcamos y utilicemos las fechas para conocer y vivir nuestras vidas. ¿Qué es una fecha? ¿A que refiere ese nombre? Es un nombre propio que reifica un lapso. Le da la solidez que necesitamos que tenga para que nos contenga. Se trata de recortes artificiales. Un día fechado no es un conjunto de segundos especifico. En México D.F. los segundos del día de hoy son otros que en La Paz, Baja California; y los de la Paz, Bolivia son bien otros (aquí asumo que hay algo así como la simultaneidad; que por cierto es una asunción indispensable para la Bolsa de valores mundializada y por la guerra tecnológica mundializada). Un día fechado empieza y termina varias veces. Si nos ponemos muy finos y astronómicos, hay tantos 4 de septiembre del 2005 como latitudes en el planeta, es decir 360. La convención es que sólo haya 24. Algunas pocas fechas completas (que incluyen día del mes y año) nos convocan a todos. El 11 de septiembre del 2001. El 20 de julio de 1969. Otras a ciertas naciones o grupos. Día de la independencia. Día del triunfo. Días de nacimientos o muertes de próceres. Hay días que sólo nos atañen a unos pocos. Para esas fechas tenemos a menudo frases hechas, que son apelativos móviles. El día en que nací. El día en que lo conocí. El día en que nos separamos. El día en que mi padre murió. La importancia emocional de los días que esas frases resaltan las han convertido en señalizadores de momentos cargados.
Recientemente comencé un ejercicio de extraer poemas de la red usando señalizadores y el buscador google. Aislando y uniendo lo que la gente escribió inmediatamente después de “el día que mi padre murió” apareció el siguiente texto que podemos llamar un poema encontrado:
El día que mi padre murió
me quedé vacía por dentro. Desde entonces
yo sabía que algo distinto había en el aire. Mi hermana
él estaba predicando la palabra de Dios a los misioneros.
su apartamento fue saqueado por Margarita
la sirvienta cambió las chapas de las puertas
y los dos o 3 que le siguieron, me di cuenta de muchas cosas
me quedé vacía por dentro. Desde entonces
(búsqueda google 6 de junio 2005)
Tenemos entonces maneras alternativas al nombre propio por señalar los días. Así como a las personas, podemos designar a los días a través de vínculos emocionales. Cierta persona es “tu mejor amiga”. Cierto día es “cuando me cambié a vivir con ella”. On Kawara pinta fechas: esto es nombres de días, y los pone en contextos varios para que esos nombres signifiquen. Además de abrir flechas referenciales “objetivas” a días específicos, crea o posibilita flujos emocionales. La aprehensión de Cavafis ante las velas apagadas puedes surgir también ante una fecha. La primera reacción de un amigo mío ante un cartel de Kawara fue: ese día cumplió trece años mi hermanito. El algoritmo del calendario puede arrojar al azar fechas. 11 de febrero 1908. 23 de noviembre de 2021. Ver ciertas fechas en distintos momentos puede dejarnos fríos por indiferencia o dejarnos fríos de susto. Kawara nos obliga a reaccionar y hacernos conscientes de la reacción. Apagadas y humeantes o prendidas y atrayentes, sus fechas pueden ser nuestras fechas. La muletilla reciente de concretar la referencia a los actos terroristas con el nombre del día 9/11, 11 de marzo, 7 de julio, parece de algún modo subrayada, ironizada, anticipada por Kawara.
Las fechas que nos imparten son nombres propios de espacios de vida; de espacios de nuestras vidas solos y acompañados. Lo que Kawara pone de relieve es que el calendario es una trama, una gramática colectiva que nos localiza y orienta en la indefinición odiosa y pasmosa del tiempo cósmico. Para vivir el tiempo lo parcelamos y damos nombre a las parcelas. On Kawara materializa fechas y nos las ofrece como gesto que invita a reconocer la extrañeza, la artificialidad y la magia que hay en nombrar días, y meses y años.
El 16 de enero de 1974 fue un día que viví. No quedan de él rastros en mi memoria. Guardo mis agendas desde que tenía 20 años. En 1974 no tenía agenda. Para buscar ese día puedo ir a la hemeroteca y ubicarme en lo común, o rastrear signos míos en la agenda de mi padre. Ese objeto que pertenece desde su muerte a las cosas huérfanas, vaciadas de sentido. Si encontrara algo en esa agenda que me dijera a mi algo de mi día 16 de enero de 1974 ese papel fechado reviviría un poco, adquiriría una nueva orientación. Normalmente, casi nada nos dicen las agendas ajenas: nos presentan con fechas y con las marcas de otras intimidades. Pocas veces sabemos extraerle algo más que la sensación de misterio y, si somos honestos, voyeurismo morboso. A veces he comprado agendas viejas, usadas, en mercados de pulgas, atraído por ese pasmo y curiosidad ante lo ajeno. Mientras más añeja la agenda y más esotérica la letra y las referencias, más atractiva sensación de robo: un fallido robo de tiempo. Estoy convencido de que hacer historia es siempre intentar robar el tiempo de otros, los días de otros. Salir de la condena de nuestros días. El gran poeta sirio Adonis en su poema sobre los días escribió...
Los días
(Adonis)
Tengo los ojos cansados de días,
cansados no obstante los días...
¿Debo acaso intentar atravesar
muro tras muro de días
en busca de otro día?
¿Otro día... acaso hay otro día?
(basado en las traducciones de Pedro Martínez M. Al español y Samuel Hazo al inglés)
Años
También los años tienen nombre propio. Como el de los días, el de los años es convencional, e intente atar las sordi-ciegui-mudas regularidades astronómicas con nuestras vidas, y con las vidas de nuestros colectivos. Hay un cambio de escala, y por tanto de ámbito subjetivo, al enfocar en años y no días. Yo nací en 1957. Escribo esto en una laptop que se sacó mi mujer con comprando supersticiosamente el 57 en una rifa. Entre todos los amigos nacidos en 1957 tenemos una complicidad aparte, basada en ese fetiche. Hay años marcados como hay días marcados. Además de los históricos comunes, cada uno tenemos nuestra lista personal de años con densos, preñados de sentido.
Tenemos menos habilidad para manejar cantidades grandes de años que para hacerlo con días. On Kawara nos confronta con un millón de años. Con los nombres impresos y ordenados de un millón de años. Materializa un millón de años. Eso ya en sí es una ofrenda a la percepción. Nadie es capaz de contener la noción clara y distinta de un millón. Un millón es una compactación monstruosa. Tres silabas que nos ayudan a ignorar, a pasar por encima. Francis Galton aprendió a imaginar un millón contando las flores en varias millas de una avenida compactamente floreada. ¿Qué es un millón de años? Homo sapiens tiene menos tiempo que eso sobre la tierra. Ningún humano -creo- alcanza a aprehender la edad de la especie. Un millón de segundos son once días y medio. Podemos vivirlos pero nunca individualizarlos. Ni Funes el memorioso alcanzaría esa hazaña. Darle un nombre distinto e identificar a los segundos contenidos en once días de experiencia. ¿Podemos acaso, con esfuerzo, individualizar horas? Un millón de horas son poco más de 114 años. Pocos viven un millón de horas. ¿Cuántas de ellas de ellas se podrán singularizar? ¿Cómo recibimos la masa impresa, compacta de un millón de años? El artista nos pone los andamios al agrupar siglos y décadas. Pero en esa inmensidad uno busca tierra conocida. Yo busqué instintivamente los nombres de los años en que he estado y -quizá- estaré vivo.
Los historiadores suelen poner entre paréntesis las cotas de la vida de un personaje al que mencionan: (1811-1884), (1751-1803), (1023 AC- c.971 AC). Generan la impresión de que las vidas están contenidas en el recipiente que indican y conforman esos bordes.
Mi acción ante la pieza fue, tal vez, buscar el espacio texturizado en el texto de mi recipiente. 1957-2026 ó, con suerte 1957-2036. Esa duda: el año de mi muerte me abrió al susto de Cavafis ante la fila de velas encendidas reduciendo su numero inexorablemente. Defensivamente volví a lo apagado, humeante o no. Los nombres de años que ya tienen referente: 1966, 1968, 1987, 1992, 1998, 1999... Pasando el umbral de hoy, exploré la zona indefinida de las décadas 10 y 20 de este siglo ¿estaré vivo en 2029? Otra vez los impactantes telegramas de On Kawara con la obsesiva frase “I am still alive” cobran una vida, un pálpito especial en este espacio interrogante. Sé que no estaré vivo en 2070 pero quizá haya una penumbra mía aún en la memoria de alguien. ¿Y luego?: La despiadada inmensidad.
“Dentro de un millón de años nadie será famoso” solía decir en nuestra juventud mi amigo melancólico Armando para desarmar los gestos vanidosos de más de uno. Y cuando digo nadie, decía, incluyo a Paz, a Wittgenstein, a Voltaire, al mismo Newton... Quizá ni Cristo ni Mahoma tendrán ya lugar en los libros de primaria. En un millón de años más habrán vivido y laborado más de 40,000 generaciones de seres humanos. ¿Qué perfil tendrán nuestros juicios, valores, hazañas, logros? Nuestras obras maestras habrán sido opacadas , enterradas bajo capas y capas de nuevas y geniales obras. De un millón de años sólo brillan para el común de nosotros unas cuantas décadas.
Al materializar un millón de años Kawara efectúa otra tarea sutil que encuentro sorprendente: extirpar, para decirlo así, del inconsciente personal y colectivo la trama del tiempo profundo. Esta confusa y difusa vivencia de estar sumergidos en el fondo de una inmensidad espacial en el que, también, estamos sepultados. Kawara refiere y expone esa inmensidad en el mismo acto. Al evidenciar su origen primigenio y convencional, objetivando algo subjetivo, nos obliga a enfrentar la trama del tiempo no en lo amorfo de la intuición irrealizada, sino en la concreción ineludible: Nuestra condena temporal encuadernada.
La astronomía nos da los ciclos y recurrencias a los que la vida se sincroniza por medio de ciclos circadianos, ciclos vitales, o rondas espirales. El calendario tatúa esos ciclos, intenta fijarlos como entomólogo con la magia del designador rígido. Hay quizá una intención benévola, apaciguadora, en decir que poseemos una malla ordenada y normada que puede extenderse indefinidamente hacia el futuro y el pasado. Ese apaciguamiento es anulado por el gesto contundente de On Kawara, que nos obliga a confrontar su millón de años.
Termino como empecé, con un poema. Éste de Octavio Paz, que no será famoso dentro de un millón de años, pero lo es, merecidamente el 4 de septiembre del 2005.
Hermandad
Homenaje a Claudio Ptolomeo
Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en ese mismo instante
alguien me deletrea.
martes, 8 de septiembre de 2009
Padre duerme
También padre necesita dormir.
Está cansado y ya los párpados le pesan
de haber acumulado gravedades.
Trozos preñados de mundo
le nublan la circulación.
Es la dilatada sobremesa del domingo,
cuando mamá ya recogió los platos,
el café ya se enfrió y las voces
lejanas y agudas de los niños
llenan las pausas de la conversación.
La mano monótona de padre palmea
y rueda unas migajas y sus párpados ceden.
Quien tiene la palabra finge no percatarse
hasta que es inevitable el silencio.
También papá necesita dormir.
El silencio atento de sus hijos.
El barullo de sus nietos. La premonición
de otro sueño y otros silencios,
lo envuelven como una manta de pasmo
y susto durante su cabeceada.
Dos o cuatro minutos... hasta que
padre retoma el latido de su mente atenuada,
y tras de un instante de nervio y desconcierto
reconoce la escena, siente la tibieza de la cobija
y olvida la terrible pregunta.
Sus párpados ya aligerados por el pisto
se entornan antes de que nos sacuda
con el siguiente oráculo...
También los héroes se cansan de vivir.
Está cansado y ya los párpados le pesan
de haber acumulado gravedades.
Trozos preñados de mundo
le nublan la circulación.
Es la dilatada sobremesa del domingo,
cuando mamá ya recogió los platos,
el café ya se enfrió y las voces
lejanas y agudas de los niños
llenan las pausas de la conversación.
La mano monótona de padre palmea
y rueda unas migajas y sus párpados ceden.
Quien tiene la palabra finge no percatarse
hasta que es inevitable el silencio.
También papá necesita dormir.
El silencio atento de sus hijos.
El barullo de sus nietos. La premonición
de otro sueño y otros silencios,
lo envuelven como una manta de pasmo
y susto durante su cabeceada.
Dos o cuatro minutos... hasta que
padre retoma el latido de su mente atenuada,
y tras de un instante de nervio y desconcierto
reconoce la escena, siente la tibieza de la cobija
y olvida la terrible pregunta.
Sus párpados ya aligerados por el pisto
se entornan antes de que nos sacuda
con el siguiente oráculo...
También los héroes se cansan de vivir.
jueves, 27 de agosto de 2009
A eso que huele la ciudad
No a la espesa ceniza que se eleva desde sus crematorios, dibujando horquillas y maelstroms merodeantes tintos del páncreas de un bebé. No a las laderas de derrame en las que el polvo palpita, opacas como neblina afantasmada, que brota de las asperezas de la tierra frotadas por los callos de los pies. No a la fritanga que escuece, rebulle, verberena en cuencos sebosos que trasnochan en esquinas; molienda de fécula y hueso, sangre y saliva y uñas, que dimana un bozo graso, acedo, intestinal... No a hidrocarburos guangos, mal digeridos, resinosos, que se pegan al rocío de la sombra inscribiendo en un cochambre pleistoscénico patas de grulla, cuñas, mordiscos de milpiés sobre las cromadas ambiciones de los ricos ausentes. No a lo que dicen los periódicos. No a mierda de rata atomizada por chorrazos de meados de camionero. No a la harina silicona que baja a bostezos desde la bóveda comba de la inversión térmica. No a la piel descascarada al mediodía por la azotaína del fuego en los terregales donde impera el machete. No al tejido mucoso colérico sobre bandejas abolladas amarillado por la luz hipocondríaca de los sanatorios de barrio. No al anticongelante turquesa ni a los vidrios derramados frente a bravos paroxismos y voces inflamadas. No a horno de pan ni a hornazo de pescadería. No a flecos suaves de cacao enroscados en la levadura de cerveza en la colonia Irrigación.
Escucha. A lo que huele duele más. A desalojo. A cuenca vacía del agua de la laguna muerta y de los ríos enterrados. A reclamo seco y mineral de las laderas pelonas. A raíz retorcida, ajada, bajo el hojaldre apisonado de chicle y chapopote. A muerte momificada.
Escucha. A lo que huele duele más. A desalojo. A cuenca vacía del agua de la laguna muerta y de los ríos enterrados. A reclamo seco y mineral de las laderas pelonas. A raíz retorcida, ajada, bajo el hojaldre apisonado de chicle y chapopote. A muerte momificada.
Lance elemental
Me arrojo al agua
se aligera el sueño.
Aviento en aire
se anima la entraña.
Rodeado de fuego
se fomenta el alma.
Sufre en la tierra el corazón.
Ojo es el agua
al desvestir el alma.
Lengua del aire
espabila el sueño.
Dedos el fuego
al arar la entraña.
Duele esta tierra al corazón.
Líquidos dedos, agua regia,
entraña.
Ojo del aire, remolino,
el alma.
Lengua de fuego, fiebre santa,
el sueño.
Lava de tierra el corazón.
se aligera el sueño.
Aviento en aire
se anima la entraña.
Rodeado de fuego
se fomenta el alma.
Sufre en la tierra el corazón.
Ojo es el agua
al desvestir el alma.
Lengua del aire
espabila el sueño.
Dedos el fuego
al arar la entraña.
Duele esta tierra al corazón.
Líquidos dedos, agua regia,
entraña.
Ojo del aire, remolino,
el alma.
Lengua de fuego, fiebre santa,
el sueño.
Lava de tierra el corazón.
miércoles, 12 de agosto de 2009
Cortinas cerradas
El sol le come el alma al color
de los tapetes, muebles, manteles, fotografías...
dice mi abuela.
Yo
me quedo pensando si será así
como preña sus tintes para animar
el arocoiris.
de los tapetes, muebles, manteles, fotografías...
dice mi abuela.
Yo
me quedo pensando si será así
como preña sus tintes para animar
el arocoiris.
jueves, 7 de mayo de 2009
Remedios infinitivos
Rociar
lo que brotó de tuberías en la cañada
de un aerosol aletargado.
Inducir
que cristalicen los zancudos
sobre antenas y varillas oxidadas.
Usar
de látigo el centímetro y el minutero,
el monitor, la chicharra.
Apurar
el paso marcial y retrasarlo
caprichosamente.
Iluminar
los estornudos
que son un globo sin piel en la alameda;
un balón sin cáscara ocupando
todo el estadio, su grito;
una rosa de fuego artificial
que aterriza sus dendritas
sólo en los poros heridos.
Acallar
con bocinas los gemidos
de placer y de espanto.
Secretar.
Segregar.
Sepultar.
Bordear de finos rascacielos
toda techumbre de cimbra y de cartón.
lo que brotó de tuberías en la cañada
de un aerosol aletargado.
Inducir
que cristalicen los zancudos
sobre antenas y varillas oxidadas.
Usar
de látigo el centímetro y el minutero,
el monitor, la chicharra.
Apurar
el paso marcial y retrasarlo
caprichosamente.
Iluminar
los estornudos
que son un globo sin piel en la alameda;
un balón sin cáscara ocupando
todo el estadio, su grito;
una rosa de fuego artificial
que aterriza sus dendritas
sólo en los poros heridos.
Acallar
con bocinas los gemidos
de placer y de espanto.
Secretar.
Segregar.
Sepultar.
Bordear de finos rascacielos
toda techumbre de cimbra y de cartón.
sábado, 2 de mayo de 2009
Presencia / Ausencia
La que te hace girar hacia mi lado
-éste- a mirar. La lista tímida
de luz que te sorprende poco
e ilumina tu rostro también poco.
Soy la atención que ahora me pones
arrumbado y distraído y soy la pausa
que te obligo a instaurar en tu modorra,
el silencio por tus ruidos habituales.
La que destella en tu pupila izquierda
y resalta con su sombra tus ojeras
de días, de años, de agotada sequía,
de murciélago flácido e insomne.
Soy la que se monta con tu pulso
y reconoce los repliegues ya inanes
de esas tres muecas que siempre has repetido;
alegría, estupor, curiosidad.
La que musita que no sabes lo que olvidas;
el viento entre las palabras que te eligen,
el raspar de las palabras que te rigen.
La que se cuela por las vacilaciones de la vela.
Soy la que te encuentra trabajando
en la osamenta de tu viejo delfín
para ajustarla al nuevo espacio
en tus costillas, en tu biblioteca.
La que te cuenta que el futuro ya no cabe,
que el universo sólo tiene estos instantes,
inseguros relumbres de palpitantes flecos
(y esta red de frases de la que se escapa) para ti.
-éste- a mirar. La lista tímida
de luz que te sorprende poco
e ilumina tu rostro también poco.
Soy la atención que ahora me pones
arrumbado y distraído y soy la pausa
que te obligo a instaurar en tu modorra,
el silencio por tus ruidos habituales.
La que destella en tu pupila izquierda
y resalta con su sombra tus ojeras
de días, de años, de agotada sequía,
de murciélago flácido e insomne.
Soy la que se monta con tu pulso
y reconoce los repliegues ya inanes
de esas tres muecas que siempre has repetido;
alegría, estupor, curiosidad.
La que musita que no sabes lo que olvidas;
el viento entre las palabras que te eligen,
el raspar de las palabras que te rigen.
La que se cuela por las vacilaciones de la vela.
Soy la que te encuentra trabajando
en la osamenta de tu viejo delfín
para ajustarla al nuevo espacio
en tus costillas, en tu biblioteca.
La que te cuenta que el futuro ya no cabe,
que el universo sólo tiene estos instantes,
inseguros relumbres de palpitantes flecos
(y esta red de frases de la que se escapa) para ti.
domingo, 29 de marzo de 2009
Sostener la mirada
al horizonte blanco
ceguera o segueta
sembrado de radiación
al amanecer
al azul del mar
intoxicado de cobalto
de medusas evisceradas
al negro veteado de relámpago
que todo lo arrodilla
que pisa que amasa que apelmaza
con rodillas con codos
al crepúsculo ciego
rota su tabla rasa
negra su tabla roja
raja su razatabla
al crepúsculo sordo
campana castrada
de la atmósfera
al crepúsculo mudo
el hueso mondo del amor
atragantado
sostener la mirada
ceguera o segueta
sembrado de radiación
al amanecer
al azul del mar
intoxicado de cobalto
de medusas evisceradas
al negro veteado de relámpago
que todo lo arrodilla
que pisa que amasa que apelmaza
con rodillas con codos
al crepúsculo ciego
rota su tabla rasa
negra su tabla roja
raja su razatabla
al crepúsculo sordo
campana castrada
de la atmósfera
al crepúsculo mudo
el hueso mondo del amor
atragantado
sostener la mirada
Resaca
como una ola
que tirada con fuerza
por el inmenso peso del cuerpo
que la impelió a estallar
(¡ah la algazara
los trompicones
los delirantes remolinos
las trenzas rebeldes
derrochadoras!)
crecientemente urgida
acelerando ansiosa
la vida se retira
que tirada con fuerza
por el inmenso peso del cuerpo
que la impelió a estallar
(¡ah la algazara
los trompicones
los delirantes remolinos
las trenzas rebeldes
derrochadoras!)
crecientemente urgida
acelerando ansiosa
la vida se retira
miércoles, 18 de marzo de 2009
Cala
Me interesa lo eco
Lo que mengua
Lo estela en que se apagan los gemidos
Lo punto
Lo insidiosa factura en que se aploma
El peso residual de un torvo amante
Lo que se fue orillando y ovillando
Delgado de lasitud y pulimento
Me interesa lo ojal del horizonte
Lo agrietar que se insinúa a medio tranco
Su luzbel que ni nos ciega ni nos cimbra
Ni puebla de listones tan delgados
Lo ráfagas de línea del reojo
Lo hojaldre crepitar ahonda desploma
Lo engarce deshilar y me numera
Lo cielo y de mirillas transparentes
Luna la fibra de doler de disminuirse
De acercarse a ser punto punto a punto
Al punto de ceder
Al raz de astilla
Lo que mengua restaña y titubea
Lo elefante que acoda su osamenta
Sobre un océano azul que reverbera
Soflama que sublimó su tonelada
Aquí donde ecumbramos este punto.
(Berlín,19-03-09)
Lo que mengua
Lo estela en que se apagan los gemidos
Lo punto
Lo insidiosa factura en que se aploma
El peso residual de un torvo amante
Lo que se fue orillando y ovillando
Delgado de lasitud y pulimento
Me interesa lo ojal del horizonte
Lo agrietar que se insinúa a medio tranco
Su luzbel que ni nos ciega ni nos cimbra
Ni puebla de listones tan delgados
Lo ráfagas de línea del reojo
Lo hojaldre crepitar ahonda desploma
Lo engarce deshilar y me numera
Lo cielo y de mirillas transparentes
Luna la fibra de doler de disminuirse
De acercarse a ser punto punto a punto
Al punto de ceder
Al raz de astilla
Lo que mengua restaña y titubea
Lo elefante que acoda su osamenta
Sobre un océano azul que reverbera
Soflama que sublimó su tonelada
Aquí donde ecumbramos este punto.
(Berlín,19-03-09)
lunes, 9 de marzo de 2009
Lemmings
Por tres inviernos
Uno tras otro
Fueron llegando a casa mis amigos de adolescencia
A claudicar
Uno iba a casarse con la chica que le eligió papá
Y atarse al mostrador
Otro se iría a la capital con sus tíos abogados
Otro más se anunció homosexual y se cambió de nombre
Y de país
Alguna gacela asustadiza nada más me besó
Y se fue
Al cabo sólo María y yo –los huérfanos—
Aparecíamos las tardes en el billar
Y los sábados en el café Sartre
¿A quién arengaríamos ahora contra la gran costumbre?
¿Y qué de la granja común en las estribaciones del volcán?
Sí, al cabo nos casamos María y yo
Y adoptamos este fondo de aire como refugio ajado
No tener hijos fue nuestra mustia ¿suicida? rebeldía
A veces comentamos cómo siguen ahí
Vacíos de nosotros las azoteas y los traspatios
Interminables del barrio
Y otras imaginamos renacer el arroyuelo estacional
Donde inhalábamos yerba acoplados a Silvio Rodríguez
Renacer para insertar su soundtrack a nuevos juramentos
Que tampoco se cumplirán.
(Nota: redactado en Hotel Tequendama, Bogotá, febrero 25, 2009. Esto, que debió escribirse hace 25 años, emerge ahora de un escondrijo)
Uno tras otro
Fueron llegando a casa mis amigos de adolescencia
A claudicar
Uno iba a casarse con la chica que le eligió papá
Y atarse al mostrador
Otro se iría a la capital con sus tíos abogados
Otro más se anunció homosexual y se cambió de nombre
Y de país
Alguna gacela asustadiza nada más me besó
Y se fue
Al cabo sólo María y yo –los huérfanos—
Aparecíamos las tardes en el billar
Y los sábados en el café Sartre
¿A quién arengaríamos ahora contra la gran costumbre?
¿Y qué de la granja común en las estribaciones del volcán?
Sí, al cabo nos casamos María y yo
Y adoptamos este fondo de aire como refugio ajado
No tener hijos fue nuestra mustia ¿suicida? rebeldía
A veces comentamos cómo siguen ahí
Vacíos de nosotros las azoteas y los traspatios
Interminables del barrio
Y otras imaginamos renacer el arroyuelo estacional
Donde inhalábamos yerba acoplados a Silvio Rodríguez
Renacer para insertar su soundtrack a nuevos juramentos
Que tampoco se cumplirán.
(Nota: redactado en Hotel Tequendama, Bogotá, febrero 25, 2009. Esto, que debió escribirse hace 25 años, emerge ahora de un escondrijo)
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