Sobre los procesos de la reproducción biológica humana y la adquisición de personalidad
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Desde hace ya tiempo se sabe mucho más de la biología de la reproducción humana de lo que pudimos aprender en la típica narración de espermitas y óvulos de aquella clase que todos tomamos en la secundaria o la prepa, o que vimos amenamente contada e ilustrada en un libro o en un programa de TV. Lo que en realidad es una profusa y compleja andanada de sucesos en cascadas cíclicas que involucran todos los niveles de organización biológica, en esas historietas se simplifica y resume de un modo burdo y canónico en una telenovela que llaman “los hechos de la vida”. La construcción y difusión de esa narración modélica y artificiosa suele hacer del momento de la fecundación (la unión de las células gaméticas) el instante mágico en el que comienza la vida de un nuevo ser. Dicho recurso fue inicialmente un dispositivo analítico, y luego uno pedagógico y divulgativo muy útil. Pero su arraigo y reificación como un hecho privilegiado en la conciencia de las personas, sobre todo en aquellas con talante religioso, está resultando ser un serio obstáculo para que nuestra sociedad se ponga de acuerdo sobre la legislación del embarazo involuntario y la opción de su interrupción.
No existe tal instante mágico en el que donde no había un ser humano de pronto lo hay. No existe y no lo podemos ni debemos inventar. Los sucesos que conducen a que las células biológicas reproductoras de dos seres humanos de sexo opuesto confluyan en la organización de un cuerpo nuevo distinto a ambos son múltiples, las cadenas causales son diversificantes y paralelas. La fecundación no refiere a un solo proceso fisiológico aislado y nítido, sino a un tumulto canalizado de ellos, secuenciado, probabilístico (y no mecánico) y complejo. Así son la mayoría de los procesos fisiológicos. La llamada fecundación es una separación arbitraria (teórica) de un “segmento” de un flujo continuo. Lo que sucede “antes” (tanto en los gametos como en el entorno hormonal y fisiológico de la mujer) como “después” no tiene ninguna diferencia cualitativa real. Nada en la biología nos autoriza a señalar un antes y un después cualitativo a partir de esa elección teórica arbitraria. Aquellos que están seducidos por la idea del insuflamiento del alma en el organismo pueden buscar su “momento” en cualquier otro lugar de la secuencia. O si prefieren repartirlo en todos.
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En términos de los derechos y obligaciones reproductivos creo que hemos avanzado al menos hasta aquí: nadie está obligado a procrear si no quiere. Ni el estado, ni el cónyuge, ni la patria, ni la familia, ni la empresa, ni el cura, ni el doctor ni nadie puede determinar si un individuo participa en un acto de reproducción de nuestra especie. Sólo y exclusivamente a la persona le incumbe esa decisión. Tenemos sin embargo muchas décadas metidos en un impasse moral que deriva de una situación común: la involuntaria puesta en acción de las cadenas causales de la reproducción humana en el cuerpo de una mujer. Dicho en breve: el embarazo involuntario. La pregunta que nos divide muy ásperamente se centra en si la mujer tiene derecho (o no) a interrumpir ese flujo causal que, de no hacerlo, probablemente producirá un nuevo miembro de nuestra especie.
Los campos en disenso se dividen, publicitariamente, en pro-elección y pro-vida. Los primeros creen que cualquier proceso biológico no deseado en el interior del cuerpo de un ser humano tiene que poder ser interrumpido por éste: hay por ello una libertad individual de la mujer de elegir si se permite o no que las células que marchan (complejamente) en camino de construir un nuevo cuerpo humano sigan en ello, o si se las interrumpe.
Los segundos, “pro-vida” (no que alguien en esta historia esté “contra” la vida) creen que el ser humano en construcción debe ser protegido y debe evitarse que la voluntad que controla el cuerpo en donde ese proceso ocurre decida la interrupción. La libertad de la mujer sobre lo que ocurre en su cuerpo no incluye para ellos la posibilidad de cortar un proceso reproductivo. Ellos ven en esa compleja secuencia de causas y efectos fisiológicos al ser humano entero, y exigen que se le atribuya la dignidad y los derechos de una persona.
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Para defender sus creencias, ambas posturas en el debate mencionado tienen serios problemas de límites y definiciones que derivan de que intentan, falazmente en mi opinión, usar versiones simplistas de la biología de la reproducción para intentar trazar y fijar fronteras inasibles. La fluidez, secuencialidad, multiplicidad causal y falta de límites precisos de los fenómenos fisiológicos de la reproducción y el desarrollo humanos no aceptan con facilidad los criterios que los adversarios intentan derivar de ahí. Una ventaja de partida es que ambas posturas concuerdan en que el infanticidio (la práctica de eliminar a los bebés indeseados al nacer) es bárbaro, criminal y por ello punible. Ni la madre, ni nadie tiene derecho a interrumpir la vida de un neonato, que está amparada por el acuerdo de la sociedad de proteger la vida de todas las personas irrestrictamente. La razón es que un niño al nacer ya es aceptado como una persona, cabalmente formada, con los derechos inalienables de cualquier ser humano.
Difieren sin embargo ambas posturas en cuándo exactamente empezó a serlo. Y por malas razones ambos grupos intentan suministrar criterios biológicos para delimitar el momento en el ciclo vital en el que se da el surgimiento del nuevo ser. Quieren delimitar la frontera a partir de la cual el proceso de articulación y desarrollo de un nuevo organismo humano ha llegado a la meta de darnos un ser humano. Para mí los dilatados merodeos que centran el debate en lo biológico no son sino distracciones para no confrontar el origen inconmensurable de su disenso. Para fingir que están hablando de lo mismo, y el disenso es técnico.
Los defensores de la elección materna, considerando que la mujer no debe ser forzada a aceptar incubar y engendrar un proceso procreativo sin desearlo y quererlo piensan que es un trade-off necesario, para abrir un espacio adecuado y justo para a elección personal, permitir postergar hasta la conformación cabal de la organización biológica básica (anatómica, fisiológica y, se insiste, sobre todo neuronal) típica de la especie humana antes de atribuirle la dignidad y los derechos de una persona (y protegerla en consecuencia de la interrupción voluntaria de su desarrollo por un tercero). Pero es imposible definir un momento exacto en el que eso ocurre. Se pueden dar criterios mínimos y umbrales quizá, pero no fechas ni tiempos tajantes.
Los defensores pro-vida creen que la dignidad humana y los derechos de protección legal le corresponden al producto de los procesos reproductivos de nuestra especie desde el “momento” de la fecundación. Una fusión de dos células haploides, y poco tiempo después un cúmulo de células diploides ya tendría para ellos el carácter de una persona. La interrupción voluntaria de sus disposiciones canalizadas hacia el desarrollo de un homo sapiens sería para ellos un homicidio, y la involuntaria un homicidio imprudencial. Es claro que estamos en terrenos muy vagos y pedregosos no sólo biológica, sino también semánticamente. Y, claro, legalmente.
Dije que la apelación de ambos bandos a lo biológico distrae del fondo inconmensurable de su disenso, pues en ninguna de las posiciones parece ser el tema real que preocupa.
En unos el origen de los posicionamientos éticos y políticos es construir un espacio digno y respetuoso de decisión para la mujer que enfrenta el duro dilema de si seguir adelante o no con un proceso reproductivo que se ha afincado en su cuerpo. Este grupo reconoce que mientras menos complejo y estructurado sea el organismo en ciernes menos cerca está de adquirir, a nivel biológico, la sensibilidad, las disposiciones y las capacidades de un cuerpo humano, y por lo tanto la necesidad de no abrir indefinidamente el espacio de deliberación de toma de decisión. Un consenso largamente trabajado señala la semana 12 como el umbral razonable después del cual se ha de perder la libertad de la mujer involucrada a favor del derecho del nuevo ser. Lo biológico es pues solo un trasfondo que da razonabilidad a los razonamientos. No puede ser su sustento racional último.
En el campo rival lo biológico esconde una sacralización de origen trascendente (religiosa) del fenómeno de la reproducción humana, y del rol del coito, la concepción, el embarazo y el alumbramiento. Hay una carga simbólica trascendente anclada en la reproducción biológica que deriva de la honda creencia en el “milagro” de la creación de una nueva existencia. Al ser esta un don supremo otorgado a la humanidad, su rechazo es, para quienes ven así las cosas, una abominación injustificable por razones de índole inferior, como las que aducen los defensores de la elección femenina. Los relatos pedagógicos de la reproducción humana en los que hay una narrativa lineal cargada de valores canónicos occidentales (el esperma combate con otros y conquista al óvulo, la fusión de los contrarios da una síntesis creadora de nueva vida, etc.) sirven perfectamente para cargar de “objetividad” biológica a la pulsión moral de que la mujer acepte los designios de Dios encriptados en su deseo sexual y su fisiología reproductiva. Además de la sacralización arbitraria de cierto momento en el proceso reproductivo hay, en esta postura, un abierto rechazo a la autonomía de la mujer en el uso de su sexualidad y de su útero. El uso “pro-vida” de la narrativa de la concepción biológica es retórico: un sustituto de la idea de intervención divina. Es una forma de disfrazar la intervención pre-moderna de la ley divina y estatal en un espacio de libertad individual femenina bajo disputa.
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La biología de la reproducción, por lo que he dicho, no debe ser el territorio en el que se diriman las diferencias entre ambos bandos en esta disputa. No hay un hecho biológico nítido y transparente que le de la razón a uno o a otro lado de la controversia. Pretender que lo hay solo disfraza la inconmensurabilidad de los acercamientos. Propongo mejor que el problema se contemple desde una perspectiva distinta en la que puedan coincidir los bandos en la solución, si no en el diagnóstico.
Las preguntas comunes según creo son las siguientes: ¿Cuándo es justo que la sociedad, a través de sus normas y leyes, intervenga en el espacio de libertad corporal y sexual que, hemos de estar de acuerdo, la mujer merece? ¿Cuándo es necesario suspender la autonomía de un proceso sico-biológico procreativo y retirarle la potestad de lo que en su cuerpo ocurre a la mujer en el que éste se desarrolla? ¿Cuándo deja de ser asunto de fuero privado, personal, para serlo del derecho común?
Abordar con calma estas preguntas abre el camino para dirimir la inconmensurabilidad de las creencias entre las posiciones encontradas. Un requisito es la aceptación de un terreno común en el espacio pragmático de la legalidad civil y laica. Otro, creo yo, es el de entender la llegada a la sociedad de un nuevo ser humano como el resultado del paso desde el espacio de las posibilidades (o imposibilidades) y de los anhelos (o rechazos) de ese nuevo ser humano al espacio de las interacciones sociales reales entre seres humanos inmersos en la vida común. Quizá la fuente principal de valor del nuevo ser humano antes de que lo sea es el deseo, la anticipación de su llegada por quienes lo aguardan. La formulación de esta expectativa varía enormemente con los grupos humanos, las personas, las épocas. Entre nosotros desde hace décadas se ha fomentado dirigir la imaginación material a los elementos biológicos y médicos. Los periodos menstruales, los intercambios de fluidos en el coito, las células gaméticas y su unión, la implantación en el útero, las pruebas clínicas de embarazo, los ultrasonidos, etcétera. Imaginar, anticipar, visualizar la llegada del nuevo ser humano carga de sentido y emoción a la existencia de todas esas ideas y rastros que se ligan al proceso de reproducción. Para la pareja (si usamos el esquema arquetípico) el hijo que viene empieza adquirir su calidad de persona al insertarse, como significante imaginario de una futura persona por llegar. El que todos los signos sean buenos refuerza la personalidad en el imaginario de quienes lo esperan. Si algo grave ocurre y los complejos procesos fisiológicos del desarrollo se descarrilan en alguna etapa temprana, y se interrumpe el embarazo, se genera naturalmente un trauma emocional. Si ponemos atención, el trauma se da por los deseos y expectativas frustradas, por la proyección de un anhelo sobre un proceso en ciernes que estaba lejos de su desenlace. No es la pérdida de los conglomerados celulares y tejidos en sí lo que se vive como una desgarradura sino la eliminación, el amputamiento de un desenlace deseado. Ya no ocurrirá, en esta ocasión, que la persona anticipada, quizá ya hasta nombrada, llegue a existir.
Ahora imaginemos que esa pareja, que hemos asumido estuvo atenta y entusiasta ante los signos del proceso reproductivo, por alguna razón no lo hubiera estado, y habiéndose iniciado en el cuerpo de la mujer la misma secuencia de eventos con el mismo desenlace abortivo accidental, no existirá ni personificación, ni frustración, ni dolor. Quizá sorpresa y leve melancolía. Nada para dramatizar. Queda claro creo yo con este ejemplo que no es la biología sino que son la voluntad y la afectividad las que inician y refuerzan la personificación de un futuro ser humano y que esto se puede dar independientemente de los procesos biológicos. Muchas veces años antes de que éstos ocurran. Ese atribuir valor de persona (futura) a una idea (anhelo, esperanza), acompañada de señales y síntomas fisiológicos en el cuerpo de la mujer etcétera, nada o muy poco tiene que ver la sociedad en su escenario legal. En el origen, las personas no son personas legales. Son personas en el deseo, libidinales. El incumplimiento accidental de su “llegada” es un mal sin duda, pero solo para quienes lo sufren, no para los conglomerados de células y tejidos, que siempre tienen como un futuro abierto posible el descarrilamiento, y no tienen de suyo mayor teleología que la otros procesos fisiológicos . Es un error atribuirles abiertamente una propiedad que solo se da en la afectividad anhelante de sus parientes.
Lo que ocurre sin que nos demos cuenta, cuando los embarazos se desarrollan sin novedad, es que la personificación del nuevo ser se socializa. La presencia física por el abultamiento del vientre materno, las múltiples conversaciones, los movimientos intrauterinos, etcétera, van introduciendo la expectativa de una nueva persona en el entorno social. Se traslada al ámbito social, y al político, la personalidad del nuevo ser, quien paulatinamente es asumido y aceptado como gente antes de nacer. Crucialmente, con esto se lleva a cabo un relevo por medio del cual la sociedad reconoce la nueva llegada. En ese relevo, seamos o no concientes de ello, el nuevo ser entra al terreno de la dignidad intersubjetiva y de los derechos ante la ley. No se trata de un desarrollo biológico sino cultural, social. Y no suele estar ni señalado ni ritualizado. En todo caso es el nacimiento, el registro y el bautismo lo que, después de nacer, formaliza el relevo que fue sucediendo gradualmente, de la personalidad afectiva a la jurídica. No hay un momento concreto, cifrado en términos del desarrollo y la maduración del cuerpo en formación, sobre el cual pudiéramos articular este fenómeno de relevo. Pero me parece claro que una vez dado ese relevo ya no es solo de la incumbencia de los progenitores el bienestar y la llegada a buen término del proceso reproductivo. Socializada y “legalizada” la nueva persona ha adquirido espacio propio aunque siga ocupando un lugar en el útero materno. La madre debe ceder temporalmente la exclusividad sobre lo que ocurre en su vientre.
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La historia cambia, y se complica, cuando de embarazos involuntarios, o de cambios de parecer, se trata. Al no existir el anhelo, la anticipación, la expectativa, etcétera, no existe o se distorsiona, la etapa que he denominado afectiva de la personificación que anticipa el surgimiento de la personalidad. Los procesos biológicos de la reproducción pueden desarrollarse sin que adquieran sentido de futuro ser humano. La interrupción accidental o voluntaria de los procesos de la reproducción humana en sus inicios en este caso no corta ni amputa ningún anhelo privado (o compartido). No hay trauma.
Vistas así las cosas, la adjudicación de personalidad al proceso reproductivo en ciernes desde un espacio exterior (religioso, legal u otro) que invade la intimidad emocional y corporal del los individuos (sobre todo de la mujer), y la imposición de vivir ese proceso biológico como si ya fuese esencialmente un nuevo ser, se antoja un atropello fuerte. La atribución de sacralidad a las cadenas causales reproductivas del humano no puede ser obligatoria ni forzarse con leyes. Y es injusta una exigencia externa de proyectar un anhelo emocional sobre un proceso biológico cuya falsa teleología no empata con nuestra íntima pulsión. Un embarazo no deseado no es, no puede ser la fuente del anhelo del otro que origina, habitualmente, la dignidad y la personalidad. Su interrupción, para la mujer que lo decide, lo es solo de flujos causales fisiológicos incompletos, y nada más. O por lo menos esa opción debe quedar abierta. De ahí que los defensores de la opción “pro-vida” deben evitar su autoritaria petición de principio y aceptar trasladar la defensa de sus posiciones a un territorio laico, como el que propongo en este ensayo.
En esta diferente situación de ausencia de deseo, el importante relevo, de la personificación afectiva a la personalidad social, del que antes hablé no se inicia. Se colapsa en la primera etapa. Y surge el problema (y los dilemas) que motiva(n) este ensayo. De seguir adelante suficiente el proceso de reproducción biológica generará paulatinamente un nuevo cuerpo complejo, organizado, que en interacción con su entorno adquirirá movimiento, sensibilidad y proclividades notables. Sus procesos cerebrales se habrán activado, empezará a sentir, percibir, aprender, reaccionar. Se volverá más difícil no atribuirle personalidad y dignidad humanas. Y aunque no haya un momento único y crítico la mayoría comenzaremos a aceptar que es un individuo. Aunque no sea anhelado ni buscado por sus progenitores la sociedad ha de quererlo y cobijarlo como integrante de la misma, le extenderá sus derechos y (es una ilusión lo sé) le proveerá los medios para su nacimiento, subsistencia y desarrollo personal.
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Repitamos ahora las preguntas que usé como motivación: ¿Cuándo es justo que la sociedad, a través de sus normas y leyes, intervenga en el espacio de libertad corporal y sexual que, hemos de estar de acuerdo, la mujer merece? ¿Cuando es necesario suspender la autonomía de un proceso psico-biológico procreativo y retirarle la potestad de lo que en su cuerpo ocurre a la mujer en el que éste se desarrolla? ¿Cuándo deja de ser asunto de fuero privado, personal, para serlo del derecho común? Mi esbozo de respuesta es: cuando se haya completado el relevo desde el fuero íntimo afectivo que debe dominar en los primeros momentos de los procesos reproductivos al fuero público en el que deben dirimirse los nuevos derechos del nuevo ser humano cuando éste sea reconocido como tal. ¿Y cuándo exactamente ocurre eso? Pues cuando decidamos, en colectividad, que es claro que ha ocurrido, o que deba ocurrir. La formación y activación del sistema nervioso no es un mal referente, aunque lo biológico debe asumirse como un elemento orientador, y no definitorio. No veo cómo se pueda dar una respuesta más precisa no consensuada colectivamente de un modo razonable. La biología no nos la dará. Tanto los defensores de la elección de la mujer como los que se adhieren a la intuición “pro-vida” piden que se de una respuesta clara. Es tiempo de exigir a todos un esfuerzo de claridad y consenso. Lo que necesitamos es poner en sitio un sistema de valoración prudencial en el que la sociedad pueda deliberar casuísticamente y respetar el derecho a decidir sobre su cuerpo a la mujer hasta el máximo aceptable. Y en el caso que se decida juzgar en contra de ello, no criminalizar de antemano sino atender eficazmente los efectos, para la madre y el crío, de un alumbramiento no deseado.
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Nuestra condición de seres complejos hace que nuestras trayectorias biológicas estén imbricadas en mallas complejas de significados socioculturales y sicológicos, y nos condena a vivir todo episodio de nuestra vida como transido de intenciones, deseos, esperanzas, temores, etcétera. Procrear es, en la vida de muchos seres humanos, una actividad muy cargada de emociones, deseos, miedos y expectativas. La anticipación de ese hecho, su procuración a través del apareamiento u otro medio, suele cargar de valor para las gentes la idea del hijo, de “ese nuevo ser que ha de llegar”. El valor de proyectar en ese anhelo y en los procesos reproductivos biológicos que desata y acompaña desatan una personificación afectiva en la que se finca después la personalidad social y jurídica. Ese hecho del relevo debe en mi opinión darnos la guía para orientarnos respecto a cómo cargar o no de sentido y valores los procesos fisiológicos tempranos de la reproducción humana. Éstos por ellos mismos son hueros y sacralizarlos dogmáticamente sólo contribuye a la confusión y al atoramiento de estos debates.
En las etapas tardías del proceso reproductivo, cercanas al alumbramiento, es muy compleja la situación. El relevo entre la etapa temprana y tardía ha de clarificarse y de servir de guía para la legislación aceptable por todos, y sobre todo por todas, sobre la continuación o interrupción voluntaria de los procesos reproductivos en el cuerpo femenino.