(fragmentos rescritos de mi cuaderno de viaje, 2004)
en memoria de Esther Seligson y para Leo Joskowicz
Cuando le conté, mi madre estaba segura que se trataba de una señal. Insistió que debía por lo menos atender a la improbabilidad para sentir lo milagroso. Llegué sin querer, sin imaginarlo, siguiendo callejas y vericuetos de la Ciudad Vieja, al Santo Sepulcro. Por lo inusual y sinuoso del camino y por la tenue, casi insensible inercia que esa mañana me llevó ahí, al caer en cuenta la sorpresa me asaltó. Pero en Jerusalén todo es ligero y trascendente, fatal y accidental, inevitable y suave. Sin saberlo lo sabía: no era un milagro, era Jerusalén.
Entré, tras cruzar distraído una verja abierta, en una pequeña explanada irregular de altas paredes. Nadie. En uno de sus vértices caía desde lo alto un tajo luminoso de sol. Parecía un patio trasero o lateral de un museo o de un monasterio menor. Estuve a punto de salir pero me quedé cuando llamó mi atención cierta actividad, cierto ruido elusivo de pasos tras un portón, al fondo. Avancé hacia allá intrigado. Nada me decía que se trataba de una iglesia. El portón estaba semi-abierto y la oscuridad interior contrastaba con la luz de afuera. Solo al acostumbrarme a la penumbra aprecié la hondura del espacio y su complejidad. Era en efecto una iglesia; en sitios era muy alta y en otros bajísima. Parecía tener incrustadas por varios lados estructuras de otros edificios. Avancé en la oscuridad y bajé unas escaleras. Seguía estando solo pero ya escuchaba -mullidos pero muy cerca- rumores y cuchicheos de otras personas. Al verlas las reconocí como viajeras, como yo, como versiones de mí. No sé bien por qué pero fue ese tenue contacto humano lo que me reveló que estaba en el sitio más sagrado de mi religión. De los andrajos que quedan de mi devoción surgió esta impresión tibia de azoro ante lo inevitable: era el primer sitio que tenía que visitar y encontré el camino dejándome llevar.
Dos o tres días después de llegar a Jerusalén, tras incomodar al amodorrado chofer que por la ausencia de turistas había perdido el hábito de hacer sus rondas, abordé solo un vehículo van del hotel Hyatt que en cosa de minutos me dejó en una entrada de la Ciudad Vieja. La puerta de David. Eran las once pasadas de la mañana. Un día fresco y luminoso de marzo. Después de un breve escarceo (el primero de muchos) con tenaces vendedores árabes que me compelían a hacer tratos, me adentré un poco titubeante y muy solo por aquellas pequeñas calles, poco transitadas a esas horas y en esos tiempos nada buenos para el negocio. Caminar solo por ese laberinto de calles estrechas, dejándome llevar como me gusta por mínimos, irrecuperables impulsos, era una forma de terapia vital. Soy yo y mis pasos y lo único que existe es el torrente suave de vivaces impresiones. El tiempo cae desde muy alto y muy lejos sobre las piedras de las construcciones de Jerusalén vieja, y le da a las formas, estrechas y sobrias, un aire de extraña familiaridad. Todo es nuevo y conocido. Asombro sin sorpresa. Mediodía.
Elegí sin saberlo (¿alguna vez sabemos lo que elegimos?) el callejón que lleva a la iglesia del Santo Sepulcro. Al acercarme no vi ni las torres ni la cúpula. Al entrar no vi letrero ni señal de ostentación o riqueza eclesiástica tan común en otras catedrales. Pensar en lo improbable o inevitable no tiene sentido. Sólo fui llevado, vi, reconocí, fui testigo.
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Volví muchas veces durante mi estancia en Israel a la vieja ciudad amurallada. Solo o acompañado. Por horas o sólo por minutos. Para pasear, para la leer mis mensajes electrónicos en oscuros y baratos cafés cibernéticos de árabes, para comer rápido y bien, para alejarme de una soledad entrando en otra. La tercera vez que fui era ya como si hubiera pasado ahí la vida. Me seguía perdiendo en los callejones pero hasta eso se sentía tan natural como el aire, alternativamente ligero o denso según los caprichos del desierto.
Las transiciones, en la Ciudad Vieja, entre las zonas árabes, cristianas y judías, sólo me parecieron dramáticas y contrastantes cuando me fueron señaladas. Quizá por venir de un país muy desigual no noté al principio tanta diferencia. Quizá fue porque al principio todo me pareció parte de un mosaico único y fascinante. Distinguir, diferenciar me llevó a sentir gran sorpresa de que en tan pocas cuadras, en tan mínima área, se acomodara tanta distancia (¿cultural? ¿religiosa? ¿política?) humana. Cristianos ortodoxos griegos o armenios, comerciantes árabes, rabinos… salpicados según cada barrio entre una mezcla variopinta de viandantes. Uno distingue, claro. Pero insistir en la distinción como peculiar o naturalizarla hace la diferencia entre ver lo diverso como agregado o como disgregado. Fueron las pláticas y lecturas que fui teniendo las que aguzaron mi vista y mi olfato hacia los límites, las barreras; los tránsitos suaves empezaron a ser abruptos. La serenidad a insinuar peligro.
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Pasé varios días sin hablar con nadie más allá de lo necesario para encontrar mis rumbos. Cuando se empieza a tener conversaciones personales llega uno a otro país. Cada conversación en Israel es una pequeña lección para el visitante. Hasta lo anecdótico se impone como trascendente. Y la gente parece elegir con mucho cuidado sus palabras, sus historias.
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Tardes en El Aroma: Eric Clapton regresa al aire cada 90 minutos. Lamenta una muerte infantil. Estoy en un café en el que se congregan estudiantes que aprendieron a no exhibir su duelo. Sonríen poco y bromean con gusto pero con moderación. He pasado ya muchas tardes leyendo aquí. A muy pocos he visto tararear las canciones modernas que emanan continuas de los altavoces. En veces una baladí balada israelí los desentume un poco y corean sin mucho aspaviento. Fumar continuamente y despojarse al desgaire de las colillas (y en general de la basura) es la marca de su gracia desoccidental. Hay aquí otras cosas de verdad serias que colman el ámbito de las prohibiciones. ¿Quién le prohíbe a quien puede morir joven un poco de distensión, un poco de desorden, un espacio para acomodar el cuerpo y entibiar la piel? Tres años en la mili, y una atención nerviosa constante al entorno te aprieta y ciñe. Dimensiona las cosas ¿Cómo no?
"Esta placa lleva los nombres de los que murieron en el atentado de febrero de 2001". Y todos saben de memoria el día, el sitio, los muertos, el perfil del inmoral, inmolado e inmolador, pero no instrumentalizan esa memoria ni por informar al visitante. Es algo suyo, algo entre ellos. Algo que quizá sólo retoman en momentos de cobijo íntimo, al final ebrio de una lunada de amigos, el día antes de partir. El resto del tiempo es sólo un dato triste, como la miseria en Guatemala para algunos, como el SIDA en Nueva York para otros. Se vive con ello. Se vive con muchas cosas.
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Se vive por ejemplo rodeado de amas de fuego. ¿Llevas armas? te preguntan ritualmente los guardias al trasponer umbrales. Responder en hebreo "lo" "lo" ante esa pregunta es lo primero que te enseñan. Entran y salen de todos lados los jóvenes armados. Muchas veces son rifles especiales que revelan el alto entrenamiento y la seriedad de lo que deben prevenir. El urbanita mexicano predeciblemente se sorprende de la cercanía y la confianza en el trato con las armas. Y de la juventud. Jóvenes todos. Guapos todos. Unos protegiendo a los otros, rutinaria pero seriamente. La palabra "serio" es la que a menudo viene a la mente, pero con una semántica más fibrosa, menos desdibujada que la usual. Jóvenes y guapos de ambos sexos y muy diversos físicamente. Y serios. Y el extranjero se fija en las vigilancias y en las pausas de especial atención que quizá sólo para a él resaltan. Ocioso pienso en otras situaciones en las que se convive así con las armas y con una amenaza monótona. Caricatura juvenil del Oeste americano. Malos que acechan y buenos que cuidan a civiles indefensos. Países o barrios pobres donde impera la ley del más rudo y desalmado; por ejemplo las favelas brasileñas. Cuando escribo esto (2004) México no se ha convertido aún en el territorio armado por la guerra interior. Cuando lo corrijo (2011) ya. Pero todo aquello es tan lejano a lo que vivo en Israel debido, entre otras cosas, a la nula prepotencia o agresividad de los hombres y las mujeres armadas. La metralleta está porque tiene que estar. La traigo yo porque alguien la tiene que traer, y hay que saber usarla. Me asusta pensar en lo que ocurriría con la misma densidad de armas en sitios menos serios.
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Subo a la azotea del edificio Kennedy en el campus Mount Scopus de la Universidad Hebrea de Jerusalén, guiado por un amigable funcionario a través de unas escaleras que se inclinan poco a poco como un cono nutante. El recorrido hace sentir que el alma se ladea y que nos adentramos al sesgo en una nueva dimensión. El edificio adentro es tan limpio y geométrico que nada nos prepara para la náusea transparente de ir perdiendo los planos de gravitación usuales. Y menos para la irrupción de la luz al florecer el cuerpo desorbitado sobre la azotea. Los ojos carecen de modos y de conjugaciones para referir ese paisaje de ocres y marfiles, de arena y piedra, de vetas y volúmenes, y esa maleza de luz que se respira como un miasma de fotones por los poros. Siglos de soledad. Milenios de llovizna seca, como de agua fantasma, como de átomos densos de calórico que sin embargo acarician. ¿Dónde están los sedimentos del recuerdo que nos ayudan a poner los pies en el milímetro y ángulo adecuado? Dónde las rachas de rocío que renuevan la tensión superficial del entusiasmo. Minaretes condensados. Operáticas sirenas y el trasfondo de las llamadas al rezo. Soflama distante que –mi guía insiste- flota sobre el más mar muerto de los mares nuestros. En una dirección calla el desierto y la amenaza. En la otra: piedras amuradas que nada murmuran hasta que calla el llamado del muecín.
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Casi todos los días camino veinte minutos desde la colina francesa hasta el monte Scopus; ahí está el campus universitario donde imparto mi curso. El clima y su brisa cálida invita a caminar despacio. Recojo de la banqueta semillas de pino que acuno en mi mano y acaricio al caminar. Me tranquilizan su suavidad y tersura, su nitidez y su curva cóncava en la que mi pulgar se acomoda. Me detengo a observar las ordenadas cruces del panteón inglés. Hoy leí que hace poco venadearon a un extranjero que hacía jogging por aquí. Del otro lado del cerro ya son “territorios ocupados”. Hace unos años un guerrillero entró a matar a un ministro en el hotel donde vivo. Acaricio la semilla de pino. La textura dócil de este paseo desmiente las historias que me piden que aquí ubique. De pronto no sé qué es real y qué no lo es. Que yo camine en Jerusalén ya es bastante inverosímil. La brisa y la semilla en mi mano son mi ancla en la realidad.
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(Reverencia)
Esos hojaldres de delicadeza
que el mundo pone
que tú pones
no se superponen sino se confunden
lo que tú pones
lo que el mundo pone
como aquella telilla
de trama rala que recogiste
del polvo viejo de Jerusalén
(volvías de la colonia Americana)
con las hebras abiertas
y sus lacios extremos
desflecados y suaves
ovillos de tiempo
residuos de olvido
una hebra y otra
tramadas laxamente
como por mil años
como por primera vez
como si la delicadeza
importara para ser
de la misma tela
para hacer
el milagro del tejido
ignorándose
en su singularidad
cada fibra exhalada
acomodándose al cuerpo
singular y delicado de las otras
para adoptar postura
lo que tú pones
lo que el mundo pone
claros hojaldres de delicadeza
destello aleteo suavidad
el ahogo que llega
si se escapan
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Las líneas aéreas, en su codicioso apretar los intersticios y exprimir de sus pacientes más jugo que los cirujanos, fuerzan el destino. Convierten cada viaje en un cubilete en el que nunca caen los dados del modo como decía el menú contratado, sino del lado cargado a favor del gerente usurero, que suele ser el que más incomoda y sorprende al viajero. Estando a su merced, nunca se sabe en qué hotel de aeropuerto se amanecerá, ni qué línea aérea y cuándo terminará entregándonos a la ciudad a la que apuntábamos llegar antes y menos zarandeados por malos asientos y peores servidores aéreos.
Estoy en Nueva York tres años después del 11 de septiembre. Rumbo a Israel. La ruta que recorro es accidental y adquiere tonos simbólicos dado lo ocurrido en estos meses. Debido a desmanes de otras líneas vuelo por primera vez en El Al. Me veo sometido a la revisión más exhaustiva y minuciosa que jamás me ha tocado. Muy jóvenes y muy cuidadosos, los encargados de seguridad de este vuelo lo hacen todo muy amablemente. Desde el primer intercambio con la guapa morena que me recibe noto que soy un caso raro. Sin perder la gracia, ella va y viene para hacer preguntas a su supervisora. De alguna manera lo temía y lo esperaba, pero cuando en el aeropuerto de México se me anunció que como solución volaría en la legendaria línea israelí, algo me dijo que “it was meant to be”. Adivinaba que ineludiblemente pasaría por estos milimétricos y muy dilatados controles, por este abigarrado rito precautorio que apunta a conjurar el miedo y quizá la impotencia.
Noto con curiosidad cómo mi habitual temorcillo de viajero al pasar ante miradas de guardias y agentes migratorios (que hace unos minutos se activó como siempre ante los conocidos oficiales gringos) por alguna causa se minimiza frente al equipo israelí. Hay algo humano y no sólo profesional y cuidadoso en su actitud. Algo serio y simpático a la vez, como de gente que entiende el propósito ulterior, de amplio alcance, de miras largas y probabilísticas, de sus pequeñas rutinas y esmeros. Entienden a la vez la necesidad de la lata que dan y lo perturbadora que ésta puede resultar para el sujeto. Algo en esa actitud impone respeto. Uno siente un abismo entre las prácticas vigilantes ejecutadas con aspereza y tedio por otros, y éstas desarrolladas con acuciosidad, gentileza y buen modo. El procedimiento que se me aplica, y que claramente corresponde a los viajeros sobre los que existe una duda razonable, que para el caso de El Al coincide con la mínima duda, implicó entre otras cosas, revisar todas mis plumas, mis cuadernos hoja por hoja, probar la pasta de dientes, tocar las tapaduras de mis muelas, y así durante 45 minutos.
Al final de la revisión me acompaña una muchacha muy joven y afable hasta el avión. Conversamos. La muchacha al poco rato me revela que siente pena que se me haya detenido tanto. Me señala a las otras personas que en racimos de diversos tamaños esperan para viajar a Israel en el mismo avión. El perfil de esos viajeros es muy diferente al suyo me dice. Y usted además apareció de improviso como pasajero redirigido. En un caso así no tenemos opción. Y sí, miro al mi derredor y compruebo lo que había ya notado. Es la primera vez en mi vida que estoy entre tantos hombres y mujeres que ostentan su judaísmo tan abierta y confiadamente. La mayoría al parecer religiosos ortodoxos con sus trajes oscuros, barbas desmelenadas, patillas enruladas, sombrero alto y alado, acalorados siempre y con miradas vivas, como enfocadas en cosas concretas. Pocas veces he notado que me volteen a ver.
La muchacha me acompaña hasta el avión y en el camino me hace saber, con unas frases francas y un poco incómodas pero llenas de buen talante y convicción, que ella (¿habla a nombre de su generación?) espera que un día su país sea normal y ya no sean necesarias estas precauciones odiosas. Un deseo que en unas horas me repetiría el chofer que me condujo de Tel Aviv al hotel en Jerusalén al hablar de sus hijos.
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Amanezco ante la vista de Jerusalén. Entre mi somnolencia y la luz fuerte y ambigua se produce un efecto especial en mi aprehensión sensorial del paisaje. Es como si los recortes de las construcciones blancas y pardas, salpicados aquí y allá por tenue vegetación, armasen un cromo tridimensional; demasiado vivo, anguloso y palpitante para ser escenográfico, demasiado tajante para ser real. En seguida entro en un juego de percepción que me sorprende. Veo la ciudad alternativamente como irreal y real; pasa al instante de ser esa trasfiguración geométrica única a ser un pueblo bonito, de dimensiones manejables, similar a otros pueblos modernos mediterráneos, blancos, proporcionados, humanos. Para enseguida recuperar (y es un efecto óptico y emocional del que hablo) la percepción de ser algo indescriptiblemente sólido, cortante y brillante, que flota a varios milímetros de luz sobre la realidad.
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Aquí amaneceré durante las siguientes 8 semanas.
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El martes pasa por mi temprano J para llevarme a pie a la universidad. Es el director del departamento. Como tantos aquí, J es un israelí cosmopolita: polaco, peruano-quechua, con un español correctísimo y un acento marcado, áspero y encantador. Al cabo descubro que cambia de hebreo a español sin darse cuenta y que pronuncia ambos con las mismas entonaciones y cortes dramáticos. Dedica toda su mañana a acomodarme en el laberíntico espacio de la Universidad Hebrea de Jerusalén (UHJ) de monte Scopus. El campus es un laberinto que J me descifra sin énfasis. Como en todas las universidades, el ir y venir de estudiantes es la electricidad que eleva la tensión y anima. La variedad de fonéticas es muy notable aún para mi torpe oído. Unos pocos estudiantes árabes llaman mi atención. Para echarme a bien andar aquí, visitamos a funcionarios universitarios parecidos a los de todos lados: harto ocupados y no muy cooperativos. Como buen académico J refunfuña ante ellos pero no los confronta.
Comemos en el restorán universitario con J B. Afectuoso e impecable en su papel de anfitrión diplomático. Su conversación adquiere tonos generosos y pedagógicos sobre la excepcionalidad de Israel. Me habla de la comida. De las vistas. De las capas y capas de historia. De la fascinante nueva arqueología. Me hace notar lo que ya adivinaba por haber leído algunos letreros: los edificios de la universidad están dedicados a los benefactores de todo el mundo, entre los que destacan los de México.
Luego paseamos. Al pasar por una escultura de un árbol que crece inclinado J B me explica que conmemora el atentado que hubo justo ahí hace cuatro años, en el que murieron varios estudiantes. A pesar de que se acomoda y disimula en el trasfondo, la cercanía de la amenaza al parecer jamás cesa. No sólo la omnipresencia y la seriedad de los guardias, sino también en cierta cualidad alerta en la gente (que no sé si exagero) me hablan de ello. Imagino que varios estudiantes han estado en situaciones de guerra. Tres años de servicio les retrasa la época universitaria, y según me explica J, los hace madurar y hacerse adustos y serios. No tienen tiempo que perder.
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El jueves me enfrento a la clase por primera vez. J me sorprende agradeciéndome al presentarme ante ella el valor de venir a Israel en esta situación. No se qué decir, pues no es realmente valiente lo que hago. Quizá una simple aplicación de reglas de probabilidades. Sin riesgo mayor al que estoy sometido en casa y recibiendo el gran don de viajar a estas lejanías a conocer sus lugares y su gente, se me regala además la oportunidad de ejercer aquí mi oficio docente ante jóvenes brillantes y atractivos.
Los estudiantes están curiosos y sorprendidos, creo, ante el nuevo mexicano que les mandaron a la cátedra Castellanos. Al final de la sesión, en las que les hablo de herencia, cultura, migraciones, hibridaciones, parecen convencidos de que podría ser interesante. Como es común en clases tan grandes de licenciatura lo que parece importar a la mayoría es acceso a una buena nota sin excesivo trabajo. Casi todos hablan buen español, pero tengo que hablar despacio y cada tanto tengo que hacer aclaraciones en inglés o francés. Hay en clase varios argentinos. Siento una agradable corriente de simpatía. Los problemas de organización del trabajo son parecidos a los de todos lados. Estamos en la víspera de un mega-puente por el día del soldado caído y el día de la independencia. Las discotecas de Tel Aviv o quizá el gran exterior son una fuerte competencia para mis sesudas recomendaciones bibliográficas.
El curso será intenso, con altibajos en los niveles de los estudiantes y de su interés por las temáticas, que son muy heterogéneas, auque el hilo conductor de la herencia y la cultura parece funcionar. Aprendo mucho de los tres o cuatro mejores estudiantes que incorporan temáticas judías (o hebreas) como contrapunto y comparación.
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Paso un día y medio del puente con S, mi amigo alemán, quien enseña también por unas semanas en Tel Aviv. Los camiones dejan de salir a las 5 pm el viernes por el Shabath, y alcanzo el último. La actividad en Jerusalén declinó espantosamente y aún en Tel Aviv me resulta muy pálida para viernes en la noche. Caminamos y charlamos por horas y kilómetros S y yo. La ingente cantidad de gatos flacos y ferales me hace pensar en una ciudad subterránea, poblada de ratas acorraladas, aterradas.
Pasamos por varios edificios modernistas (bauhaus) que sorprenden y entusiasman a S. A mí la combinación entre vegetación anárquica y edificios de apartamentos medianos, con balcones y manchas de corrosión me refiere todo el tiempo a Coatzacoalcos. El entreverado de árboles y lotes es mediterráneo pero tiene su tinte tropical. S no está de acuerdo.
Ya cerca de la playa, en la parte más antigua de Tel Aviv me asalta varias veces mi infancia. Garajes muy sesenteros. Espacios altos con persianas. Flamboyanes y hules. Lo que sería Veracruz si fuésemos ordenados, le digo a S, quien sonríe escéptico. Al menos son colonias con arquitectura académica, replica. La parte más moderna (que recorremos el sábado) se me acerca más a Guadalajara o Monterrey. Todo con las transformaciones y distancias exigidas por S, el pulcro urbanista.
Damos un largo paseo por la playa hasta el viejo puerto de Jaffa. Lo que queda de él. S ha leído y me cuenta su larguísima historia de cambios, recambios, instauraciones y destrucciones. En estas tierras una posesión de 500 años es efímera. Las callejas antiguas tienen iglesias y establecimientos de todos los cultos que ahí han confluido. Armenios. Griegos ortodoxos. Musulmanes. Católicos. Judíos antiguos y recientes. El estilo israelita se percibe aún como una reciente capa que no se acaba de asentar. Anticipo quizá de lo que será Jerusalén. Los malecones y escolleras llenos de pescadores amateurs, árabes, de todas las edades no muy preocupados por la escasez de pesca. El mar cambia de colores y de fuerza. Oleaje alto y regular. Caminamos hacia las playas despobladas, llenas de restos, chatarra, edificios abandonados. Barcos y carros corroídos. Volvemos. Conforme se disuelve el Shabath empieza a salir la clase media, y luego todos los demás. Los restaurantes de mariscos se llenan. Las playas empiezan a parecerlo; con esta temperatura, bromeaba S en la mañana, hasta las telefonistas en Berlín estarían ya en pelotas en la arena. Nos consentimos con una mariscada deliciosa viendo el atardecer fundirse sobre un azul mediterráneo.
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Después de tres visitas a la Ciudad Vieja me empiezo a ''hallar'' en ella. No sin pequeños sustos. Ayer caminé hasta ella por la ruta más corta desde mi hotel, que no es la más conveniente. Pasé por talleres mecánicos polvosos que me ubican en Azcapotzalco excepto que están en un barrio árabe. No pude evitar ponerme un poco nervioso, aprensivo de que la posible rareza de mi acción de cruzar estas calles solo llamase la atención de la gente equivocada. Luego ya cerca de la muralla me inquietó un poco que del retén policíaco para autos salieran gritos discordantes, cuya normalidad o anomalía no supe interpretar. Al llegar a la muralla me azora la gran actividad de gente saliendo de la Ciudad Vieja en estampida (creo que ante un llamado religioso) desde el barrio musulmán. Entro por primera vez a la ciudadela amurallada por la hermosa puerta de Herodes, que no conocía. La extrañeza mantiene por un rato mi adrenalina activa. La combinación de no saber los idiomas, de estar consciente de que hay ''líos'', de no tener ni atisbo de cómo se te percibe, de sentirte perdido a medias, me da una sensación temerosa que combate con la fascinación de recorrer estos senderos caprichosos, angostos, sorprendentes, que Borges seguramente visita en su tiempo de asueto.
Finalmente topo con la Vía Dolorosa, que es mi eje de orientación en este retruécano, y recupero el ritmo y la pausa extraviadas. He hecho míos el internet de Ali Baba y el restaurante de la azotea de Papa Andreas. Paso horas sosegadas en ambos. De vuelta, por el barrio cristiano, me asombran las conexiones de agua, la paz de los espacios, la daga de la luz oblicua cortando piedras tan viejas como recién nacidas. Salgo por la puerta nueva. Hay una luna grande contra un azul fortísimo; ha comenzado otro Shabath.
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Varias semanas después de ver a los alumnos cotidianamente algunos de ellos se han acercado a mí amistosamente para invitarme a pasear un jueves de tarde. Me llevan en autobús a comer a un sitio de schwarma barato y rico. Además de a ese manjar, son asiduos a las pipas de agua que llaman shishas, pero por mí hoy se las brincan. Los acompaño luego a visitar amigos y parientes en el barrio judío de la Ciudad Vieja. El grupo decide llevarme al muro de los lamentos. Me conmuevo ante la devoción de decenas de personas que separadas por sexo hacen filas y pasan revisiones para acercarse a orar. Me gusta la actitud respetuosa y simple de mis estudiantes y sus amigos ante el ritual milenario. Me llevan con ellos a rezar y a dejar peticiones escritas en los recovecos de del muro. Yo garabateo un deseo por N, mi joven y bella amiga que está combatiendo un cáncer terrible en México, y lo incrusto en un resquicio ya en la zona del muro abierta por las excavaciones recientes. Ni tengo ni no tengo fe y sé que lo hago por mí y por alguien que me lo pidió. Si Dios escuchara no estaría mal.
Uno de los jóvenes que van en el grupo es primo de uno mis estudiantes y no para de hablar de él mismo. Sus historias me fascinan y enseñan mucho. Es hijo de un rabino ortodoxo y recientemente se rebeló ante el sino que le fue impuesto de seguir la ruta religiosa y eso le ha acarreado pesares y represalias. Me conmueve su valor ante lo estrecho de sus opciones. Quisiera ser ingeniero pero no cree lograrlo. Me cuenta una historia reciente en la que participó que empieza con unas pedradas de adolescentes árabes desde la zona de la mezquita hacia la zona judía y la retaliación de muchachos judíos con la misma artillería. Esta “pequeña iliada de dos cuadras vecinas” que en otra región del mundo sería una anécdota termina con un incidente más serio entre adultos, entre exaltados soldados israelís y religiosos musulmanes que pudo haberse escalado aún más.
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Tengo un problema con la (in)corrección política, con los protocolos de diplomacia y con la necesidad de mínima claridad. No sé cuándo ni a quién llamar árabe o a quién llamar palestino. Sé que usar “israelí” me ubica en un terreno laico que habría que preferir pero en estas regiones no dominan esos parámetros. Sin remedio, el super-yo se va haciendo aquí de dispositivos de vigilancia ante posibles connotaciones políticas de antisemitismo o antiarabismo. Viniendo de tan lejos y siendo tan ignorante de los detalles históricos, sociales y políticos, uno tiende a escuchar y callar; no quiere juzgar, ni ser tenido por parcial. Por otro lado nadie es más sospechoso que quien se eleva a sí mismo como “neutral”.
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En ningún lugar en el que haya yo vivido es tan intensa, tan apasionante, tan aleccionadora la lectura diaria de los diarios. En inglés puedo leer Haaretz y Jerusalem Post, y según me dicen entre ambos cubren la mayor parte del espectro político, salvo los extremos radicales. Cada día me enfrasco en las páginas de estos dos periódicos y me adentro en las intensas polémicas que vive la sociedad israelí. Ninguna crítica parece ser inaceptable, ninguna opinión reprimida. Nada que haya yo leído antes en otros sitios criticando las políticas del Estado de Israel se acerca a la dureza y a la precisión de lo que aquí leo. No se elude lo importante y se traen a juicio todos los aspectos de la vida común, lo nacional, lo local, lo religioso, lo sexual, lo artístico... Las secciones internacionales son también apasionantes, y el mundo visto desde aquí, como era previsible, se colorea de otra manera. Todos los días recorto y aparto al menos una nota, una editorial, una pequeña y extraña noticia que me ayuda a entender un poquito más lo que aquí pasa.
Cuando regreso a mi país y recomienzo mi lectura de los diarios mexicanos, me entra una gran tristeza al percibir con más nitidez que antes la dejadez y la mediocridad de la mayoría de ellos. Lo fofo y desenfocado de nuestro periodismo, experto en eludir lo agudo y trascendente para pasearse sin reflexionar por las ramas de lo aparatoso y pueril. Por Internet sigo leyendo durante meses los diarios israelíes, para seguir los desarrollos de las historias y polémicas que me interesaron, y para conservar el saludable tono mental que da pensar en serio. Aún pasados siete años, aunque con menor frecuencia, Haaretz sigue siendo un periódico que frecuento con ganancia.
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Me invita mi colega universitario L a unirme a una comitiva rumbo a Tel Aviv. Se trata de asistir a un mitin que se me describe como de resucitación del movimiento pacifista de la izquierda nacional después de una larga temporada de apagón. La noche anterior cenamos y conversamos amigablemente en el bello y peculiar edificio de la Y en el centro de Jerusalén. La conversación con él es pausada, larga y bifurcante, y nunca banal. Los dilemas éticos y existenciales de los judíos, argentino-israelíes no permiten vapores, ni merodeos. Él quiere que vea la conformación y conducta del movimiento pacifista en Israel. Las líneas que cortan las oposiciones políticas cruzan en otras direcciones, y se basan en muy diferentes preocupaciones, que las de Latinoamérica.
A Tel Aviv viajamos a media tarde en uno de de las decenas de autobuses puestos por los organizadores para llevar gente desde Jerusalén. La topografía histórica y política del paisaje es la hebra de la charla con L durante el trayecto. Qué edificaciones son árabes, cuáles son nuevas, cómo se han ido reacomodando los espacios. Esa parece ser el alma de la historia reciente de Israel. La reorganización del espacio, el raudo reacomodo de todo, la implantación de una trama lo más honda posible de rutas, muros, vegetación, colonias, redes de servicios. La ocupación del espacio, su civilización, para enraizar un deseo; el de ya no salir, el de ahora sí quedarse. Como quien reamuebla, pinta, abre muros, cambia puertas en una casa a la que se muda, conciente o inconcientemente borrando las huellas los inquilinos previos. La asombrosa forestación de las laderas, otrora tan pelonas como las de la ribera occidental hoy. La vastedad de las hectáreas con trigo recién cortado, tallos iluminados por el sol declinante haciendo honor al adjetivo trigueño, y a la sustancia de la luz.
Al llegar a Tel Aviv caminamos unas cuadras hacia la plaza Rabin. El magnicidio que ahí ocurrió, y que fue hace unos años la puntilla para las esperanzas de muchos entre quienes caminaban tranquilos (pacíficos) por cientos a nuestro lado, era evocado materialmente en el dispositivo de seguridad. Calles con barricadas. Todos obligados a pasar por un embudo. Los bultos grandes por los rayos x.
Contar detalles de la manifestación requiere un escrito largo. Consigno aquí el espíritu pacifista que sentí y compartí. Y el discurso duro y preciso de un joven político cuyo nombre olvido. En la telegráfica traducción que L me hacía reconocí una clara denuncia de los estratagemas autoritarios y antidemocráticos de la derecha israelí , y la exigencia de reconocimiento de los deseos de un sector muy grande de ciudadanos que genuinamente quieren paz y convivencia con los árabes. Mi privilegio: estar ahí para entenderlo.
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Mi viaje a Israel fueron tres viajes. Tres trayectorias paralelas, sin duda imbricadas pero distinguibles que aquí sintetizo.
Un viaje hacia el territorio de las fantasías bíblicas e historias cristianas que llenaron mi educación religiosa durante la infancia, y que se inició con esa extraña llegada al Santo Sepulcro. Y que siguió con azoros sucesivos en Gethsemane, en el estanque de Siloan, en el bellísimo lago Kinneret y sus atardeceres, en el mar muerto y sus cuevas. Destaca un paseo acompañado por un lúcido sacerdote mexicano que suavemente resucitó en mí verbos enquistados e imágenes ovilladas cerca del corazón y los zurció al paisaje que rodea Jerusalén, a las plantas y a las piedras que lo componen.
En otro y distinto viaje estuve en el abigarrado Israel de hoy. Me llevó al conocimiento somero de su vida y sus tensos dilemas actuales. Pude acceder a ello un poco conversando con mis alumnos, colegas, taxistas, meseros. Fui conducido ahí con afabilidad y miradas y cometarios serios en sobremesas con amigos. Atisbé ese Israel con curiosidad y emoción por los periódicos y en las manifestaciones políticas. Lo adiviné un poco por tantos letreros que señalan hacia refugios contra ataques aéreos, o por la ubicuidad de los retenes, o por las indicaciones de cómo vestirse y cómo no en ciertos barrios de religiosos. Siempre insuficientemente.
El tercer viaje fue al potente territorio histórico cruzado por miles de indicios y marcas del revuelto y estratificado pasado. La historia de cada piedra a la que aluden los taxistas. Las ruinas romanas de Cesárea y su pasmosa conversación con el mediterráneo. Los mosaicos en las de Meggido. El ascenso soleado y trabajoso a Masada embargado por las historias leídas y recordadas. Y más…
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Se me quedan en el cuaderno muchas notas. Apuntes y recuerdos para ampliar algún día esta colcha de retazos. Mónica gritando como niña pequeña al ver un camello cruzar la carretera. La emoción de tener en las manos los libros que Rosario Castellanos legó a la UHJ. El sabor inolvidable de los falafel de la colina Francesa, recomendados por el mejor chef de Tel Aviv. Algunas tardes de conversación inteligente con E S en la Colonia Americana o en su casa. La inolvidable amistad de R F y su inagotable calidez.
Tengo también un altero de recortes que me recuerdan historias que quisiera explorar algún día. Las pelucas paganas de la India. Los dos montes calvario. La unión religiosa contra el orgullo homosexual. La afición al surfeo. La hibridación cultural. La búsqueda de evidencia genética para los relatos bíblicos. La espléndida escena musical.
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Un cuento que me contaron en Israel: 300 años después una reina medio enloquecida vino acá, convocada por un sueño místico, a buscar los sitios donde el Salvador vivió y murió. Despertaban sus huestes a los viejos ensiestados para preguntarles qué sabían, qué historias habían oído ellos contar a los más viejos en su infancia. Querían saber dónde pasó toda aquella secuela maravillosa de milagros. Dónde exactamente se desplegó aquel pavoroso drama relatado en los escritos y cartas cristianas. Dónde puso sus plantas el mejor de los hombres. Todo parecía tan pequeño, tan menor. Habiéndose destruido el templo ahí no quedaban ya huellas. Con la ayuda de los más imaginativos, y con los pocos nombres toponímicos que sirvieron de oriente, se reinventó la geografía del Cristo. La vía Dolorosa. Las etapas de ésta. El sitio de la cruz. El del sepulcro. El poder pecuniario de la reina romana erigió un gran templo que pasmó a los habitantes. Tanto esfuerzo. Tanta inversión en un pueblo perdido de provincias, no dejó de sorprender a los locales, de parecerles una extravagancia, una de tantas como ha conocido este rincón del planeta. Y a la siesta otra vez. Hasta que otros dioses visitasen en sueños como antes y como después a otros iluminados y les mandasen venir aquí, solos o con sus ejércitos. Venir aquí y sólo aquí a refundar el futuro.
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Rodeamos en auto con S el mar muerto e hicimos ahí largas caminatas en las que nos adentramos por cañadas y formaciones geológicas inolvidables. La presencia metafísica del agua, que solo corre por los cauces unas pocas semanas al año, ahondaba la sequía y el asombro ante la elocuencia dramática de lo mineral. Ante una erguida formación que como atracción turística ha sido bautizada usando una conocida historia bíblica se me apareció este personaje:
(La esposa de Lot)
Cuando sintió el filo de una lista de cristal sembrarse en su costilla, muy cerca del esternón, sabía que no había regreso. Ya todo fue cazar los microsismos de la duda que interrumpían sus pasos al bajar la escalera, los sobresaltos al cambiar de posición. Distinguir contra el bullicio de la hora del recreo de la escuela vecina la crispación diminuta de otra aguja, y luego otra. Reconocer el crecimiento milimétrico de las lajas que capa a capa sustituía entre sus intersticios lo líquido por lo sólido. Dejar la seda.
Comenzó a sentir la pesantez de los humores, cargados de sales ariscas. Sus remolinos densos y ruidosos que en descuidadas descargas de quincalla la escayolaban . De adentro hacia afuera. Una de cal por otra de carne. Asumir la armadura.
El dolor cuando llegó fue sutil e insistente. Con él sabía de las guadañas arañando sus telas, desvirutando la faz de sus sentidos. En la cúspide supo ponderar sus cadenas: el peso sedimentario que cada vez más la molía, la atería; y anheló la parálisis.
Cómo olvidar el instante de la primer señal. Él la llamó desde el abismo y aún sabiendo que se trataba de un esperpento, ella volteó. Sabía.
AGRADECIMIENTOS. Mi deber y placer es nombrar aquí a las personas e instituciones que generosamente posibilitaron y facilitaron mi estancia en Israel para ocupar la Cátedra Rosario Castellanos 2004: Amigos de la UHJ en México, Julio Botton, Secretaría de Relaciones Exteriores de México, Andrés Ordóñez, Andrés Valencia, Departamento de Estudios Romances y Latinoamericanos de la UHJ, Ruth Fine, Esther Seligson, Leo Corry. La lista larga sería demasiado grande y aún así injusta. Incluiría a los estudiantes, a otros miembros de las instituciones mencionadas, así como a las personas mencionadas con iniciales en estos esbozos. Y a muchas otras más.