Al irte olvidaste apagar el foco de la sala.
Yo lo dejé prendido días, meses, años.
Era uno uno de esos focos largavida.
Al principio esperaba que tú volvieras a apagarlo
como habías hecho siempre.
Ardiendo acumulaba polvo, telarañas
como el resto de la casa.
Al despertar muchas veces en la madrugada,
con resaca y torpor, me hipnotizó su brillo.
Supe así que estaba mágicamente unido a tu corazón.
Y empecé a temer el temblor que anticipara
su último latido.
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