viernes, 17 de octubre de 2014

Viento en la Gran Bretaña

(La noche del 15 al 16 de octubre de 1987 un violento ciclón extratropical asoló la Gran Bretaña con vientos huracanados que causaron muchos destrozos. Hoy exactamente 27 años después rescato este texto mío que aparecerá en mi próximo  libro El Material de los Años, que describe mi experiencia de esa tormenta)


Menos de un mes después de llegar a Gran Bretaña tuve mi primer encuentro con el viento. Dormía. Había alquilado una casa grande en la que iba a vivir a solas una o dos semanas, y esa era mi primera noche en ella. Entre mi sueño empezaron a trasminarse largos silbidos, golpeteos arrítmicos y un tenso rechinido oscilatorio. En incipiente terror fui abriéndome paso hacia las capas superficiales del sueño, y recuperé algunos hilos de vigilia. Lejos de cesar, los ruidos proseguían y me parecían altísimos. La casa, me daba la impresión, estaba siendo batida por todos los flancos por un poderoso norte. ¿En Inglaterra? Todas mis convicciones convergieron en persuadirme de que algo en mí amplificaba los datos que a mis oídos llegaban. Recordé haber escuchado sin demasiada atención en el pronóstico del clima que habría fuertes vientos durante la noche. Con los pocos canales de conciencia que tenía marchando en ese peculiar entresueño concluí que la extrañeza del nuevo ambiente estaba actuando en mí como una lente de aumento, y que una rara fijación inconsciente de esos segundos de televisión filtraba los sonidos del entorno, destacando los del viento. Sólo un tanto más tranquilo volví a mi sueño. La noche siguió siendo difícil, llena de presencias sonoras (la reja de madera que golpeaba, la antena de televisión casi inclinando el techo) para las que me había fabricado un pequeño colchón-idea que me permitía seguir dormido. Era como en la infancia: el mundo, de las ventanas hacia afuera, un espectáculo ilusorio que el alma, bien cubierta por cariño, podía ignorar. Sólo que sin cariño.
            Sometido por esos días al proceso iniciático (periodo de silencio e indiferencia) con que Inglaterra recibe al extranjero, a la mañana siguiente no participé de la ceremonia de comentarios (pasmo en la despereza) que en comedores y corredores comenzó tras el desayuno. Mis últimas inquietudes sobre los ruidos que maltrataron mi descanso se habían ido con los remolinos bajo la rústica regadera. Ni el revoltijo de hojas por todos lados (era otoño) ni la peculiar animosidad de las voces en los espacios comunes prendieron la alerta en mí; y no fue sino hasta el mediodía, cuando al cruzar una calle me topé con un enorme enramaje y su grueso tronco en mi camino, que me incorporé a la rara inquietud colectiva. Los ruidos, el miedo de la noche regresaron como en un eco apagado, y junto con ellos un poema de Ted Hughes en el que hacía de su casa un navío azotado por la tormenta: This house has been far out at sea all night. Siempre había imaginado al leer esas líneas una casa sencilla, de madera, sola en medio de campos y enrejados, una tormenta leve pero muy ruidosa por la cantidad de posibilidades sonoras que un escenario tal le confiere al viento. Veía al poeta, adentro, engrandeciendo todo eso con su poderosa imaginación. En un país de huertos caseros, de naturaleza domada, pensaba, sólo la fuerza interna de un Hughes produce relaciones meteóricas con ese poderío. El árbol enorme y destierrado me dejó en la mentira. El poema "Wind" de Hughes es realista, caí en cuenta, y el sentimiento con el que cierra lo compartimos aquella noche varios millones. Algunos no vigilantes en la sala y con compañía, sino sonámbulos y solos; pero igualmente amenazados por el cortejo de ruidos, de sensaciones:
                                               … Now Deep
In chairs, in front of the great fire, we grip
Our hearts and cannot entertain book, thought,

Or each other. We watch the fire blazing,
And feel the roots of the house move, but sit on,
Seeing the window tremble to come in,
Hearing the stones cry out under the horizons.       

Fue ése el primero de muchos árboles que vi doblegados por el viento en distintos y distantes puntos de la isla, y en diferentes momentos de la evolución de su tratamiento póstumo. Funcionaron esos árboles (tirados, levantados por grúas, desramados por sierras, rebanados, transportados en viejos volteos) durante un tiempo largo como lo habían hecho poco antes, para mí, los escombros de construcciones derruidas por el temblor en el Distrito Federal; señales cambiantes que iban marcando el crecimiento de una distancia con un evento incomprensible, y domándolo de alguna manera, aceitándolo hacia el olvido.
            Si la fuerza de los vientos en aquel país se parecía a la de los de mi pueblo en el Istmo, los hombres se comportaban diferente. Sacaban el perro pasear y el inmenso cadáver vegetal que bloqueaba su camino sólo era una incomodidad o un pretexto para invadir el pasto. El hablar esos días no era el habitual: como en el México de septiembre del 85, era terapéutico; pero para el extranjero, la mayor parte de las vocales venían de los locutores de la televisión y no de los dependientes de una tienda.
            Tres días después de la tormenta fui a Londres a buscar a Pedro Serrano; a quien no encontré. Caminé y caminé reencontrándome con aceras que había dejado atrás a los diez años, con mis primeros grandes amigos, que se cansaron por lo visto de esperar mi regreso. Busqué entre ellas también a la joven pareja de morenos delgados y animosos que habían luchado en aquel tiempo, en el exilio, con la paternidad de cinco. En cualquier momento -tenía la impresión- dará vuelta en la esquina y se dirigirá hacia mí un grupo familiar (madre, varios niños de edades salpicadas) cargando bolsas de super, empujando un carrito y tal vez una carriola, y me daré cuenta de que ahí voy, pateando piedritas distraído y con todo lo que ya no encuentro. No ocurrió. Kensington también había mutado.
            Llegué entonces a los parques en donde mi hermano y yo chutábamos a turnos nuestro alborozo venerante a contraluz y la figura movediza de nuestro padre, tenue,  burlón y enmarcado por dos troncos y el cielo azul cobalto. Encontré aquellos árboles, enormes aún a diferencia de tantas cosas que encogieron, pero tumbados sobre sus lomos con las raíces al aire y jadeantes. Ese viento, en su limpia y atroz premonición de mi búsqueda, había pasado por delante borrando asideros para mi nostalgia, soltándome a la desnuda extranjería. He ahí la inhumanidad genial de los elementos: como las grandes obras de arte, a todos conmueven pero a cada uno a su manera, íntima, individual.
            De regreso, en el tren, comencé a medio leer poemas de un libro que acababa de comprar, pues mucho le había visto citar desde mi llegada. “The Less Deceived”, de Philip Larkin, muerto pocos años antes y unánimente reconocido por los poetas británicos más jóvenes como el maestro. Casi nunca leo en secuencia los libros de poemas, así es que tardé un rato en llegar a la siguiente emboscada del destino; el segundo poema del libro era “Wedding-Wind”, que tiene un comienzo impresionante:

  The wind blew all my wedding-day
  And my wedding night was the night of the high wind
  And a stable door was banging, again and again
Como en el poema de Hughes, hay una relación de pareja en el interior que vive en común el asalto de la intemperie sobre el mundo externo. Lo obvio curiosamente es el segundo nivel; la calca metafórica, casi épica, del encuentro erótico. Pero en esta joven mujer, que toma la voz a través de Larkin, encontramos además acceso a la expresión de una delicada e intensa experiencia individual de reacomodo, de reconexión con el resto de los elementos. El fuerte viento y todo lo que acarrea es vivido por ella (no importa si real o metafóricamente) desde una extraña exaltación contemplativa, magnificado todo por su cambio interior, por su situación de tránsito. Larkin expulsa, con el viento y sus instrumentos, al estereotipo de la noche de bodas fuera de su cara manida para obligarnos a verla como emblema del estupor y la extrañeza ante el cambio, y de la facilitación de éste por la ternura.
            En el poema, el compañero se levanta y sale a cerrar la puerta destrancada y ella se queda sola en ese espacio inconquistado (“Stupid in candlelight, hearing rain”), y ante la ausencia del muelle de la intimidad o la costumbre, y en la concentración emocional (de lente) en que su tensa sensibilidad se encuentra, su euforia de ser, ahí, toca todas las partículas de la creación, y Larkin le presta su apabullante sencillez de modo:

                          ...When he came back
     He said the horses were restless, and I was sad
     That any man or beast that night should lack
     The happiness I had.
                       

Leí y releí en el tren varias veces el poema, que prolonga como en una resucitación la euforia hasta la mañana siguiente. Me enremansé un buen rato en su enigmático final, que deja pasar por encima de la muerte el valor de esos momentos, y terminé, cerrando el círculo, en mi nueva alcoba (imagen invertida del poema: soledad, la hilachas amputadas de una vida detrás, el exterior amenazante) que en mis temores seguía moviéndose tambaleante, como antes el tren, sobre una isla que empezó a parecerme desprotegida, expuesta inocentemente ante los humores de la atmósfera de una manera que no lo están los continentes. No las casas, sentí, no las ciudades; la isla, como quería Lezama, está a la deriva. Sin sierras como en mi tierra (una carabela sin arboladura) que revienten el bulto en embate de ese pesado luchador de sumo, que es demonio además ágil y transparente, y se bifurca y cuela por las hendiduras, y te sopla al oído borrando la memoria.

lunes, 26 de mayo de 2014

Entrega

Nos despedimos en gran forma.

Dos días antes de tu muerte nos bañamos durante horas en la terma.
Abrazados e inmóviles dejamos correr el agua tibia, aromática, porque no había mañana.
Hierbas en el agua y los pulmones. Vapor de alcohol y sales de mar muerto.
Un río de palabras francas y desbordadas.
No quedó nada por decir, memoria ni tierra por perturbar.
Nos levantamos de ahí para secarnos uno al otro recordando veranos.
Para vestirnos uno al otro hasta acabar en lágrimas.

Nos despedimos en gran forma.

Un día antes de tu muerte reacomodamos los muebles de la sala para ver al poniente.
Antes de que despertaras lavé con furia el ventanal y animé a las arañas en las macetas viejas a que tomaran agua del alba y luz resplandeciente.
Ya sin palabras nos bebimos el día en las poltronas y una docena de botellas de cava.
Cada una más tibia. Cada una más densa. Cada una más sobria.
Hasta el retorno del sol en nuestra nuca.

Nos despedimos en gran forma.

El día de tu muerte ya no quedaba tiempo con qué sellar los labios.
En tu rostro la mariposa rota de mi vida.
En el mío los pólipos púrpura de tu muerte.
Cogidos de la mano bajamos la escalera.
No esperamos a que tocaran a la puerta.
Al abrirla ya estaban ahí los centinelas. Adustos.
No sé si te entregaste o te entregué.
Si te entregamos.
Desde ahí cada paso que doy me aleja de mí misma.
De ese umbral donde los cuerpos...

Nos despedimos en gran forma.

Te fuiste para quedarte.
Me quedé para irme.

martes, 13 de mayo de 2014

Serenada


¿Cuántas partículas de luna
Se posan en el agua serenada
Durante la madrugada?

Ninguna

Pero la bebo al despertar
Y me da serenidad
El azul de la luna
En el torrente
Que revive mi mente

Y la fecunda.