No dejan de apocarse los sonidos urbanos,
las rachas de tráfico,
sus encerrados cencerros.
No dejan de decaer los alborotos, los destemples,
la burulla y su carnavalería.
Desde el pico tumultuoso
-entre las dos y las tres de la tarde-
en el que la loca orquesta urbana
libera todo su vapor, su estruendo,
sus decibeles y caballos de fuerza,
no deja de hundirse imperceptiblemente
la estridencia. El ruido
no deja de espaciar sus agujas husadas,
de domar su chirríos de balatas y bafles.
No deja de ralentizarse el calambre del tejemaneje,
del vas y vienes y viertes,
de espaciarse el hormigueo,
de aletargarse las pausas,
de acodarse más y más en los rincones
y hacerse más amplias las burbujas de silencio
hasta que el eco se interrumpe
y se inaugura –cianuro súbito-
el agujero de la madrugada
en el que todo termina
-entre las cuatro y las cinco-
y toca fondo el fémur de un mar muerto.
Es ese lugar solo en el que nada nada
y los humanos dejan de inhalar, de exhalar,
las jacarandas de soltar sus plumas de terneza,
las ratas energúmenas dejan de olisquear
y se congelan.
Es ese sitio del día en el que no hay más día,
ni latido, ni fluir, y el después es incierto.
Es esa muerte inerte que sólo se interrumpe
con el chirriar inverosímil de un tranvía,
o el anarquista foete de una ráfaga de viento,
o el grito ahogado desde una pesadilla:
un roce inesperado que remueve la inercia
y echa a rodar el nuevo día;
que deja al haz devolver el envés,
a la moneda caer con la cara hacia arriba
anunciando su sol,
al periódico de ayer aventado en la calle
aletear.
No dejan ya después de acumularse
poco a poco los sonidos urbanos,
sus liberados cencerros.
Comienza el alboroto pian pianito a remontar,
a empinarse inconsciente hacia
un después inane…
Como si siempre hubiese tiempo,
como si hubiese habido tiempo siempre
tejido entre los días y la sangre,
muelle argamasa entre los ladridos de las horas,
ubicándonos, sosteniéndonos…
Como si el tiempo estuviese ganado
dócilmente sentado,
tumbados bueyes mirando el mar.
viernes, 12 de marzo de 2010
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