(La noche del 15 al 16 de octubre de 1987 un violento ciclón extratropical asoló la Gran Bretaña con vientos huracanados que causaron muchos destrozos. Hoy exactamente 27 años después rescato este texto mío que aparecerá en mi próximo libro El Material de los Años, que describe mi experiencia de esa tormenta)
Menos de un mes después de
llegar a Gran Bretaña tuve mi primer encuentro con el viento. Dormía. Había
alquilado una casa grande en la que iba a vivir a solas una o dos semanas, y
esa era mi primera noche en ella. Entre mi sueño empezaron a trasminarse largos
silbidos, golpeteos arrítmicos y un tenso rechinido oscilatorio. En incipiente terror
fui abriéndome paso hacia las capas superficiales del sueño, y recuperé algunos
hilos de vigilia. Lejos de cesar, los ruidos proseguían y me parecían
altísimos. La casa, me daba la impresión, estaba siendo batida por todos los
flancos por un poderoso norte. ¿En Inglaterra? Todas mis convicciones
convergieron en persuadirme de que algo en mí amplificaba los datos que a mis
oídos llegaban. Recordé haber escuchado sin demasiada atención en el pronóstico
del clima que habría fuertes vientos durante la noche. Con los pocos canales de
conciencia que tenía marchando en ese peculiar entresueño concluí que la
extrañeza del nuevo ambiente estaba actuando en mí como una lente de aumento, y
que una rara fijación inconsciente de esos segundos de televisión filtraba los
sonidos del entorno, destacando los del viento. Sólo un tanto más tranquilo
volví a mi sueño. La noche siguió siendo difícil, llena de presencias sonoras
(la reja de madera que golpeaba, la antena de televisión casi inclinando el
techo) para las que me había fabricado un pequeño colchón-idea que me permitía
seguir dormido. Era como en la infancia: el mundo, de las ventanas hacia
afuera, un espectáculo ilusorio que el alma, bien cubierta por cariño, podía
ignorar. Sólo que sin cariño.
Sometido por esos días al proceso iniciático (periodo de
silencio e indiferencia) con que Inglaterra recibe al extranjero, a la mañana
siguiente no participé de la ceremonia de comentarios (pasmo en la despereza)
que en comedores y corredores comenzó tras el desayuno. Mis últimas inquietudes
sobre los ruidos que maltrataron mi descanso se habían ido con los remolinos
bajo la rústica regadera. Ni el revoltijo de hojas por todos lados (era otoño)
ni la peculiar animosidad de las voces en los espacios comunes prendieron la alerta
en mí; y no fue sino hasta el mediodía, cuando al cruzar una calle me topé con
un enorme enramaje y su grueso tronco en mi camino, que me incorporé a la rara
inquietud colectiva. Los ruidos, el miedo de la noche regresaron como en un eco
apagado, y junto con ellos un poema de Ted Hughes en el que hacía de su casa un
navío azotado por la tormenta: This house
has been far out at sea all night. Siempre había imaginado al leer esas
líneas una casa sencilla, de madera, sola en medio de campos y enrejados, una
tormenta leve pero muy ruidosa por la cantidad de posibilidades sonoras que un
escenario tal le confiere al viento. Veía al poeta, adentro, engrandeciendo
todo eso con su poderosa imaginación. En un país de huertos caseros, de
naturaleza domada, pensaba, sólo la fuerza interna de un Hughes produce
relaciones meteóricas con ese poderío. El árbol enorme y destierrado me dejó en
la mentira. El poema "Wind" de Hughes es realista, caí en cuenta, y
el sentimiento con el que cierra lo compartimos aquella noche varios millones.
Algunos no vigilantes en la sala y con compañía, sino sonámbulos y solos; pero
igualmente amenazados por el cortejo de ruidos, de sensaciones:
… Now
Deep
In
chairs, in front of the great fire, we grip
Our
hearts and cannot entertain book, thought,
Or
each other. We watch the fire blazing,
And
feel the roots of the house move, but sit on,
Seeing
the window tremble to come in,
Hearing
the stones cry out under the horizons.
Fue ése el primero de muchos árboles
que vi doblegados por el viento en distintos y distantes puntos de la isla, y
en diferentes momentos de la evolución de su tratamiento póstumo. Funcionaron
esos árboles (tirados, levantados por grúas, desramados por sierras, rebanados,
transportados en viejos volteos) durante un tiempo largo como lo habían hecho
poco antes, para mí, los escombros de construcciones derruidas por el temblor
en el Distrito Federal; señales cambiantes que iban marcando el crecimiento de
una distancia con un evento incomprensible, y domándolo de alguna manera,
aceitándolo hacia el olvido.
Si la fuerza de los vientos en aquel país se parecía a la
de los de mi pueblo en el Istmo, los hombres se comportaban diferente. Sacaban
el perro pasear y el inmenso cadáver vegetal que bloqueaba su camino sólo era
una incomodidad o un pretexto para invadir el pasto. El hablar esos días no era
el habitual: como en el México de septiembre del 85, era terapéutico; pero para
el extranjero, la mayor parte de las vocales venían de los locutores de la
televisión y no de los dependientes de una tienda.
Tres días después de la tormenta fui a Londres a buscar a
Pedro Serrano; a quien no encontré. Caminé y caminé reencontrándome con aceras
que había dejado atrás a los diez años, con mis primeros grandes amigos, que se
cansaron por lo visto de esperar mi regreso. Busqué entre ellas también a la
joven pareja de morenos delgados y animosos que habían luchado en aquel tiempo,
en el exilio, con la paternidad de cinco. En cualquier momento -tenía la
impresión- dará vuelta en la esquina y se dirigirá hacia mí un grupo familiar
(madre, varios niños de edades salpicadas) cargando bolsas de super, empujando
un carrito y tal vez una carriola, y me daré cuenta de que ahí voy, pateando
piedritas distraído y con todo lo que ya no encuentro. No ocurrió. Kensington
también había mutado.
Llegué entonces a los parques en donde mi hermano y yo
chutábamos a turnos nuestro alborozo venerante a contraluz y la figura movediza
de nuestro padre, tenue, burlón y
enmarcado por dos troncos y el cielo azul cobalto. Encontré aquellos árboles,
enormes aún a diferencia de tantas cosas que encogieron, pero tumbados sobre
sus lomos con las raíces al aire y jadeantes. Ese viento, en su limpia y atroz
premonición de mi búsqueda, había pasado por delante borrando asideros para mi
nostalgia, soltándome a la desnuda extranjería. He ahí la inhumanidad genial de
los elementos: como las grandes obras de arte, a todos conmueven pero a cada
uno a su manera, íntima, individual.
De regreso, en el tren, comencé a medio leer poemas de un
libro que acababa de comprar, pues mucho le había visto citar desde mi llegada.
“The Less Deceived”, de Philip Larkin, muerto pocos años antes y unánimente
reconocido por los poetas británicos más jóvenes como el maestro. Casi nunca
leo en secuencia los libros de poemas, así es que tardé un rato en llegar a la
siguiente emboscada del destino; el segundo poema del libro era “Wedding-Wind”,
que tiene un comienzo impresionante:
The
wind blew all my wedding-day
And my wedding night was the night of the
high wind
And a stable door was banging, again and
again
Como en el poema de Hughes,
hay una relación de pareja en el interior que vive en común el asalto de la
intemperie sobre el mundo externo. Lo obvio curiosamente es el segundo nivel;
la calca metafórica, casi épica, del encuentro erótico. Pero en esta joven
mujer, que toma la voz a través de Larkin, encontramos además acceso a la
expresión de una delicada e intensa experiencia individual de reacomodo, de
reconexión con el resto de los elementos. El fuerte viento y todo lo que
acarrea es vivido por ella (no importa si real o metafóricamente) desde una
extraña exaltación contemplativa, magnificado todo por su cambio interior, por
su situación de tránsito. Larkin expulsa, con el viento y sus instrumentos, al
estereotipo de la noche de bodas fuera de su cara manida para obligarnos a verla
como emblema del estupor y la extrañeza ante el cambio, y de la facilitación de
éste por la ternura.
En el poema, el compañero se levanta y sale a cerrar la
puerta destrancada y ella se queda sola en ese espacio inconquistado (“Stupid in candlelight, hearing rain”), y
ante la ausencia del muelle de la intimidad o la costumbre, y en la
concentración emocional (de lente) en que su tensa sensibilidad se encuentra,
su euforia de ser, ahí, toca todas las partículas de la creación, y Larkin le
presta su apabullante sencillez de modo:
...When
he came back
He said the horses were restless, and I
was sad
That any man or beast that night should
lack
The
happiness I had.
Leí y
releí en el tren varias veces el poema, que prolonga como en una resucitación
la euforia hasta la mañana siguiente. Me enremansé un buen rato en su
enigmático final, que deja pasar por encima de la muerte el valor de esos
momentos, y terminé, cerrando el círculo, en mi nueva alcoba (imagen invertida
del poema: soledad, la hilachas amputadas de una vida detrás, el exterior
amenazante) que en mis temores seguía moviéndose tambaleante, como antes el
tren, sobre una isla que empezó a parecerme desprotegida, expuesta
inocentemente ante los humores de la atmósfera de una manera que no lo están
los continentes. No las casas, sentí, no las ciudades; la isla, como quería
Lezama, está a la deriva. Sin sierras como en mi tierra (una carabela sin
arboladura) que revienten el bulto en embate de ese pesado luchador de sumo,
que es demonio además ágil y transparente, y se bifurca y cuela por las
hendiduras, y te sopla al oído borrando la memoria.